Antes que nada, agradecer a nuestro habitual lector y fan, Don Edgar Martínez la distinción de nombrarme miembro honorario de la Asociación Centroamericana Familias Unidas. Indudablemente nuestro objetivo es común: una mejor sociedad a través de mejores familias.
Quiero en esta ocasión referirme a un tema que inevitablemente conocemos todos los padres que tenemos más de un hijo. Ya el Antiguo Testamento narra la primera rivalidad conocida entre hermanos; precisamente entre los primeros hermanos de los que se tiene referencia, Caín y Abel. Independientemente de la fe en la veracidad de este episodio, es importante la interpretación de que la rivalidad fraternal ha existido siempre, y es característica inevitable de la relación entre hermanos.
Lástima que no podamos conocer detalles sobre las causas que pudieron provocar una distorsión en las conductas de Caín; sobre cómo ambos hermanos fueron educados por sus padres, y sobre cómo manejaron éstos la rivalidad entre sus hijos, desde pequeños, hasta el trágico desenlace. Pero sí pueden analizarse estas circunstancias en cualquier familia, tanto en aquellas en que existe armonía entre los hermanos, como en aquellas en que las relaciones fraternales no son tan cordiales, o incluso tormentosas, que de todo hay.
La armonía fraternal no significa que no haya rivalidad. La rivalidad y el sentimiento ambivalente de amor – odio entre los hermanos es completamente natural e inevitable. En alguna medida existe siempre. Desde que nace el hermano pequeño, el mayor siente celos de él por las atenciones que recibe, quedando para él sólo las responsabilidades; más adelante, el pequeño también tiene envidia del mayor porque se le permiten cosas que a él todavía no. Existe rivalidad entre varones y hembras por el modelo educativo discriminado en las culturas machistas. Existe una competencia permanente por gozar del cariño y la atención de los padres. Existen actitudes de respuesta de cada uno ante la actitud del hermano; etc.
El manejo inadecuado de estos sentimientos y la falta de resolución de los correspondientes conflictos genera inconformidad en la parte que se considera afectada o discriminada, y sensación de que son los otros los que gozan de la preferencia de los padres, lo que baja la autoestima. La autoestima baja tiende a distorsionar desfavorablemente la visión que el hijo tiene de su lugar en la familia, y tiende a provocar conductas inadecuadas como respuesta, lo que termina provocando verdaderamente en los padres la no preferencia por ese hijo.
En gran medida, es la actitud de los padres hacia los hijos, y el manejo de las rivalidades y conflictos lo que hace que ese sentimiento ambivalente de amor – odio se refuerce en un sentido o en otro, y muchos padres son desconocedores de ello, o no saben manejar las situaciones adecuadamente. La rivalidad no se puede evitar, pero los padres deben saber detectar los sentimientos de cada uno, y abordarlos oportunamente. Tampoco debe caerse en el error común de pensar que igualdad en el trato a los hijos significa dar a todos lo mismo. Significa dar a cada quien lo que verdaderamente necesita (y eso es algo que los hijos deben saber); a veces será lo mismo, pero otras no; y ello requiere de un profundo conocimiento de cada uno de ellos. Si habiendo ya los hijos superado la adolescencia, el componente de amor no es claramente más fuerte que el de odio, no será fácil que en la adultez exista una verdadera relación fraternal entre los hermanos.