Desde el siglo XIX, distintos autores han tratado el laicismo como el modelo que los estados deben adoptar, en respuesta a los numerosos conflictos de intereses derivados de la discordia entre las diferentes confesiones religiosas. Pero conviene preguntarse ¿puede un Estado ser verdaderamente laico? ¿Qué implicaciones tiene este modelo en nuestras democracias representativas?
Dentro de la lógica del catolicismo se entiende por laico al estado de vida de aquel que no ha recibido orden religiosa alguna, lo que lo vuelve distinto del clero. El estado canónico del laico es el único con facultad de aspirar a un cargo público. Esta regla ha sido aplicada con severidad durante siglos, para evitar que una parte se atribuya poderes que le sobrepasan, o que simplemente no le corresponden. En otros idiomas se suele emplear como sinónimo de estado laico al estado secular.
El origen etimológico del secularismo diferencia lo mundano de lo espiritual. Como concepto, el término requiere aceptar el postulado implícito de que la política comienza y termina en los asuntos más estrictamente materiales de una sociedad, y es a partir de esta concepción que varios asuntos pueden empezar a verse algo difusos.
Un problema derivado del mismo postulado suele ser que se le atribuye a la religión un carácter meramente imaginativo, historias que son tomadas muy en serio por la mayoría, sin ningún otro significado más allá del de la literatura, los gustos y las elecciones de cada quién. Con esta sola noción, es fácil concluir, de forma aparentemente sensata, que estos asuntos tan herméticos y personales no deberían determinar las decisiones que sean tomadas desde el Estado, pues no forman parte de la esfera social del ser humano.
Sin embargo, estas concepciones basadas en los postulados más comunes del secularismo (en especial, las más recientes y difundidas) pecan de mostrar una imagen simplista de la religión y de su papel en la construcción de la cosmovisión humana, su propio carácter ontológico y su papel social, y se les reduce a simples maquinaciones de la imaginación humana, de escasa influencia en su actividad social. Es por ello por lo que cualquier producto de estas convicciones es recriminado como enteramente perteneciente a esta subjetividad personal, sin importar el papel que juegue en su desenvolvimiento social, y en su valoración de la justicia y la dignidad humana. Esto se hace, comúnmente, ignorando que todo ser humano (aún desde la irreligión) consulta su propia cosmovisión para definir su ética en torno al ser humano y sus responsabilidades sociales, y que es solo a partir de este acto, mayormente inconsciente, que se construyen las convicciones referentes a la vida política.
Las instituciones democráticas son concebidas como herramientas que le dan a la sociedad la facultad de expresar sus principios y la libertad de plasmarlos en sus gobiernos y leyes. ¿Puede caber en esta intencionalidad una exclusión discrecional en torno al origen de estos principios? ¿Por qué una ideología secular puede verse conformada por un entero cuerpo propio de principios y convicciones referentes a la deontología humana, y aun así ser vista con legitimidad por sobre las convicciones religiosas?
Por supuesto, todo lo ya expuesto debe ser matizado conforme al estado actual del orden social. Para nadie es ya un asunto a discutir la exclusión de los miembros del clero del ejercicio de las funciones públicas. Pero el laico, que sí puede formar parte de este ejercicio en el orden público, no debe ser obligado a actuar en contra de su conciencia, o excluyendo sus convicciones más profundas de sus consideraciones (entendidas como las que comprometen su visión del ser humano y su rol social), sobre todo porque sería inhumano exigirlo incluso al que no profesa ningún tipo de credo. Al actuar de este modo, el Estado incurre en una abierta contradicción con sus propios principios democráticos. Y es que no existe un Estado que prescinda de las consideraciones éticas, ni que excluya de sus consideraciones algún principio deontológico que comprometa su visión del ser humano.
Todas estas incoherencias son ahora más evidentes cuando estamos tan alejados cronológicamente del origen de estas concepciones, sobre todo, luego de un siglo donde los regímenes genocidas eran también abiertamente irreligiosos, y al demostrarse que muchos de los discursos a favor de estas ideas eran impulsados por motivaciones personales en contra de determinadas manifestaciones de religiosidad, que excedían a la intención inicial de garantizar la libertad de conciencia y una convivencia más estable,conceptos que aun fuera del enfoque secularista son abarcables.
Es con ello que el secularismo se ha erosionado con el paso de los años, al punto de ser relegado a un simple patrimonio de las corrientes ideológicas que más influyeron en la construcción de nuestra actual democracia representativa. Sus actuales manifestaciones se ven inevitablemente involucradas en el uso de postulados volubles, arbitrarios y contradictorios, orillando a la sociedad a escoger aquellos que le parezcan menos problemáticos, pero no los más coherentes.
Guillermo Zaragoza / Estudiante de EconomíaClub de Opinión Política Estudiantil (COPE)