Infalible es algo o alguien que no puede fallar o cometer errores. La palabra, como tal, proviene del latín infallibilis. En este contexto, una persona infalible es aquella que no puede equivocarse, que nunca comete un error o da un paso en falso.
Si bien lo seres humanos por naturaleza cometemos errores o equivocaciones, algunas personas pueden llegar a creer —o ciertos sujetos pueden creer de sí mismos— que existen personas que son infalibles, perfectos, que no se equivocan nunca, que tienen la razón en todo.
A la base de esta creencia polémica y perpleja existen argumentos míticos, mágicos, religiosos y hasta políticos. Así, podemos considerar desde la idealización de líderes hasta la dogmática clásica de iglesias.
Por ejemplo, en 1870 el Concilio Vaticano I declaró el dogma de la Infalibilidad Papal (Constitución dogmática Pastor Aeternus), en la cual se establecían tres condiciones sobre la infalibilidad que deben reunirse para que una definición pontificia sea ex cátedra —rubricado en el catecismo # 891—: 1) El papa debe hablar “como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos” (si habla en calidad de persona privada, o si se dirige solo a un grupo y no a la Iglesia universal, no goza de infalibilidad); 2) El papa “proclama por un acto definitivo la doctrina” (cuando el papa claramente expresa que la doctrina es definitiva, no puede cambiar); y 3) El papa habla “en cuestiones de fe y moral”.
En un plano más mundano o profano también encontramos rasgos de la infalibilidad en las creencias políticas de muchos fundamentalistas que siguen a caudillos; ellos “creen” ciegamente en él, y el especimen, a su vez, comienza a creerse que es infalible, que no se equivoca, que todos los que no coincidan con sus opiniones o puntos de vista están equivocados.
Las jerarquías —religiosas, militares, políticas, dictatoriales, empresariales, monárquicas, etcétera— desde el punto de vista sociológico suelen crear ambientes de respeto y miedo; y quienes están en las cúpulas del poder ostentan un halo de superioridad por la autoridad que ejercen. Suelen ser casi infalibles y si se equivocan nadie se atreve a señalarlo (para entender más busque en Google y lea la fábula “El traje nuevo del emperador” de Hans Andersen).
El problema de la infalibilidad es en cierta medida un asunto sobre la verdad, es decir, un problema de “lenguaje, pensamiento y realidad”, una trilogía compleja de asimilación cognitiva. De Aristóteles, pasando por Tomás de Aquino hasta Heidegger, el lugar de la verdad es el enunciado o juicio, y la esencia de la verdad consiste en la concordancia del juicio con su objeto (Adaequatio intellectus et rei). Al final llegamos a esa esquina conceptual y epistemológica de la verdad ¿qué es la verdad?, es: la adecuación de la cosa a la mente, pero eso sí, según mi mente y no la tuya. En efecto, solemos ver las cosas como somos y no como son…
Cuando uno se cree poseedor de la verdad y de una verdad absoluta, ya ingresa a una categoría superior. En efecto, se cree enviado de dios, instrumento divino o portavoz de la trascendencia. Y es un error muy común en las sociedades, de hecho, los modelos monárquicos están sustentados en principios de superioridad racial o humana —ungidos— y han existido y existen muchos líderes mesiánicos o portadores de planes soteriológicos.
La gente comienza a creer, tiene necesidad de creer, y es así como se va creando un vínculo fiducial, de creencias que trasciende lo racional, y por más que la fe busque comprenderse prevalecen las imágenes alegóricas de dogmas, milagros, profecías, tiempos sagrados (kairós), entre otras, que van engañando a la gente.
Al final ahí está el líder, el mediador, el profeta, señalando los caminos, vaticinando, segregando a los apóstatas y a los fieles, define justicia, crea marcos morales y diseña destinos utópicos (que suelen terminar en distopías). La gente cree, tiene fe, sobre todo aquellos que nunca han tenido nada, los olvidados y marginados.
Pero como suele suceder, los humanos por más que nos disfracemos de dioses somos humanos, y de repente cometemos errores, generamos desencanto y se cae el velo de la ignorancia; y así descubrimos a los impostores. La lista es demasiado larga de los que van desnudos caminando en las plazas públicas creyendo que van vestidos con un magnífico ropaje…
Investigador Educativo/opicardo@asu.edu