Hacia mediados del siglo XIX, en la entonces única Universidad existente en el país, apenas se enseñaban materias científicas de interés general, como la medicina, la ingeniería civil, la química y la farmacia. No fue hasta 1871, con el triunfo de la revolución liberal del mariscal Santiago González Portillo, que se le abrió las puertas a un proceso modernizador que paulatinamente incorporó nuevos estudios y espacios de investigación al interior de los cursos y facultades universitarios.
Con la llegada de este nuevo espíritu al claustro, vinculado con el afán de modernización estatal, se fortalecieron áreas como la climatología, meteorología y astronomía, en los que profesionales y amateurs tuvieron un fuerte despegue en El Salvador, donde el acento se volcó en los fines pragmáticos y la difusión popular. A este esfuerzo se sumó la fundación de nuevos periódicos que abrieron sus espacios para la publicación de artículos científicos, reseñas y revistas de difusión y donde las temáticas eran tan diversas como la imantación de la aguja de la brújula, las nuevas técnicas para sembrar y cultivar café, la cosmografía, geodesia, agrimensura y otros asuntos relacionados con las estrellas y las nuevas mediciones del tiempo, longitudes y pesos, etc.
En este contexto, una nueva generación universitaria permitía que también otros actores formaran parte: las mujeres. Entre 1884 y 1887, Concepción Mendoza y Antonia Navarro Huezo fueron las primeras en integrarse a la vida universitaria. La primera en Medicina, con carrera incompleta, y la segunda doctorada en Ingeniería Topográfica en la tarde del 20 de septiembre de 1889, con la defensa de una tesis de cinco páginas dedicada al fenómeno astronómico denominado La luna de las mieses. De esa manera, se convirtió en la primera mujer centroamericana en obtener un grado doctoral y una ingeniería en el ámbito iberoamericano.
En San Salvador, en el hogar del boticario Lic. Belisario Navarro y de Mariana Huezo, de cuyos orígenes y vida se conservan escasos datos, nacieron dos hijas y dos hijos: Cleotilde (fallecida a los 26 años, en 1895), Antonia (1870), José Belisario y Miguel Francisco.
Huérfana de padre a temprana edad, gracias al apoyo materno y de su hermana Cleotilde pudo cursar sus estudios de bachillerato en Ciencias y Letras. En 1887, Antonia Navarro Huezo se matriculó en la Facultad de Ingeniería, fundada por la ley universitaria de 1880, donde el personal académico y docente lo formaban los hermanos doctores Santiago Ignacio y Juan Barberena, Alberto Sánchez Huezo (aún en proceso de graduación), José E. Alcaine, Manuel A. Gallardo y Carlos Flores Figeac. Al año siguiente, el 19 de julio de 1888, como parte de los estudios que les brindaba el doctor “Chanti” Barberena, Antonia y los bachilleres Francisco Santillana y Eduardo Orellana realizaron una expedición científica al volcán de San Salvador, con la finalidad de recabar datos para establecer una nueva computación de la altura del cráter volcánico sobre el nivel del mar, la profundidad de la boca y otros puntos, todos realizados “por un procedimiento puramente trigonométrico”.
A punto de cumplir los 19 años y como último requisito para obtener el grado en Ingeniería, Antonia defendió su tesis doctoral, pese a su ya frágil estado de salud, que ella misma señala por “sus débiles fuerzas” al incursionar en el mundo de las matemáticas superiores. Su trabajo de graduación sostenía que ese fenómeno también conocido como Luna de la cosecha no era observable en El Salvador. Era un detalle que escapaba en los principales manuales y libros de astronomía de la época.
El problema de la Luna de las mieses había ya había sido estudiado por el astrónomo francés Jean-Baptiste Joseph Delambre (1749-1822), quien en 1814 publicó en Francia un monumental tratado de tres tomos, Astronomie theórique et practique, donde incluyó un método para realizar el cálculo de dicho fenómeno. Su método, desarrollado en el capítulo XXIII del tratado, establece la expresión analítica de la influencia de la refracción y paralaje en el orto y ocaso de los astros.
La luna de las mieses era un fenómeno que hacía referencia a aquella luna llena de septiembre y octubre que puede ser observada por unos minutos más, durante varias noches sucesivas, al crear el efecto de reflejar mayor luz solar. Eso permitía que los campesinos tuvieran más tiempo para recoger las mieses o cosecha. Este mismo fenómeno se encontraba bien diferenciado en Francia y en Inglaterra. En el primero de estos países, la luna de septiembre recibía el nombre de Lune du moissoneur (luna del cosechador) y la de octubre Lune de chaseur (luna de caza). En Inglaterra, en cambio, la primera era conocida como Harvest moon (luna de cosecha) y la que ocurría en el equinoccio de primavera era la Hunter moon (luna del cazador).
Con el método matemático de Delambre, Antonia Navarro Huezo se inspira en la pregunta que plantea Asa Smith en la lección 35 de su Astronomy Ilustrated (1849), un conocido libro de texto bellamente ilustrado, que circuló mucho en las aulas de educación superior de los Estados Unidos. Director de la Escuela Pública No. 12 de Nueva York, Smith publicaría ese manual en 1848, pero fue hasta 1860 que se volvió muy popular, con traducciones a otras lenguas.
La cuestión de la Luna de las mieses trascendió la parte científica y había enfrentado rivalidades entre astrónomos de ambos continentes. El astrónomo escocés James Ferguson (1710-1776), en su Astronomy Explained upon Sir Isaac Newton’s principles and made easy to those who have not estudied mathematics, resolvió la cuestión de forma ingeniosa, pero sin proponer un cálculo exacto que permitiera que el fenómeno fuese observado. Por su parte, Delambre demostró que era necesaria una latitud de 60º para que el fenómeno fuera sensible al estar la Luna en el ecuador. En su tesis, Navarro Huezo coincide con este último y calcula que es necesaria una latitud mínima de 45º por lo que, encontrándose El Salvador en una latitud de apenas 14º, el fenómeno sería ilusorio no sólo en el país, sino también para gran parte de la Tierra.
La obtención del título doctoral por “Toña” tuvo resonancia en la prensa extranjera. Tan sólo un par de días después, el periódico mexicano La Patria daba cuenta de ello al denominarla como un “ingeniero con faldas”, felicitándola por dar un paso para “salir del oscurantismo” en el que se encontraban, hasta entonces, muchas de las mujeres del continente americano. En 1890, El Correo Español de México informaba que el Presidente de El Salvador la había nombrado profesora de las asignaturas de Física, Geometría y Dibujo de la Escuela Normal de Señoritas, mientras que La revista ilustrada de Nueva York -dirigida por el exiliado intelectual venezolano Nicanor Bolet Peraza- publicaba su fotografía y una página de elogio para su defensa de tesis.
Más allá de la relevancia de la exactitud de los cálculos desarrollados por Navarro Huezo, su trabajo se desarrolló en un contexto en que se daba un cuestionamiento hacia las ideas, los textos y las traducciones de la ciencia extranjera llegada a El Salvador. Esa inquietud se desarrolló particularmente en el grupo de astrónomos de la época, entre quienes Santiago Ignacio Barberena (1851-1916) y José Alberto Sánchez Huezo (1864-1896) diseñaban los almanaques y calendarios anuales, a la vez que realizaban el trazado y fabricación de una meridiana y un reloj de sol en el patio de la Universidad, con el fin de proporcionar la hora del mediodía a la población, mediante el disparo diario de una pequeña pieza de artillería. Ambos catedráticos mostraron especial interés en estudiar el sistema solar de Laplace y el posible descubrimiento del Planeta X -al que Sánchez Huezo denominará Vulcano en uno de sus ensayos científicos de 1889. Sánchez Huezo también propondría en 1885 La Cornoide, una curva geométrica de su autoría. Por su parte, el Dr. Ireneo Chacón Peña (1825-1883) debatiría de forma pública los cálculos propuestos por Camille Flammarion. Esos ejemplos revelan que la astronomía salvadoreña de finales del siglo XIX no se rigió por el modelo tradicional difusionista, donde las ideas científicas se transmitían de un país a otro sin ser cuestionadas.
Por desgracia, el trabajo científico de la doctora Antonia Navarro Huezo quedó truncado. Falleció el martes 22 de diciembre de 1891, víctima de la tuberculosis. Su defunción no fue registrada por las actas oficiales de la Alcaldía de San Salvador ni por las listas mensuales de sepulturas que llevaban los periódicos capitalinos de entonces. Dos días más tarde, el periódico mexicano El Siglo XIX daba cuenta que “la única doctora de la República de El Salvador ha fallecido”.