Fue cerca de mediados de marzo cuando la alerta se generalizó, las competiciones bajaron la persiana paulatinamente hasta nuevo aviso y el mundo se confinó en sus casas para intentar frenar la expansión del coronavirus.
La suspensión de los torneos, desde los más locales a los universales, incluidos Juegos Olímpicos y Eurocopa, se hicieron oficiales. El deporte se refugió, se detuvo. Al principio fueron cancelaciones temporales. Poco después definitivas.
En medio de teorías, de crédulos, de precavidos, de temerosos, de balances, de agoreros, de picos y escaladas, de cifras y fases, de bajas y de colapsos, la imaginación humana hurgó en su interior para salir al paso de la rutina, mantener activo el día a día y ganar tiempo al tiempo.
Todo ocurría en casa. El trabajo y el ocio. La escuela y la gimnasia, los paseos y los juegos. La vida, la familia y las visitas, de forma telemática.
El deporte paró y se estancaron todos sus torneos. Sin retransmisiones en directo se desempolvaron los archivos, se rescataron los recuerdos y proliferaron los aniversarios. De cualquier fecha, de cualquier tipo.
Momentos épicos, grandes remontadas y logros impensables de tiempo atrás para engañar al aburrimiento, alimentar el aliento y engrandecer la moral. Tiempos de oro envueltos en nostalgia, en el anhelo y en el recelo, por si no vuelven a pasar.
Saturado el repertorio de conmemoraciones y hastiados de la vuelta al pasado, el fútbol encontró cierto alivio con la Liga Bielorrusa.
Irrelevante en el deporte internacional, el fútbol bielorruso irrumpió en el escenario de forma casual. Solo el BATE Borisov, por sus esporádicas y puntuales presencias en la Liga de Campeones igual que el Dinamo Minsk por sus ocasionales participaciones europeas y también el Dinamo Brest, por haber tenido a Diego Armando Maradona como presidente, habían hecho algo de ruido, poco, en algún momento de las vidas del seguidor.
De pronto, la Vysshaya Liga, máxima categoría del fútbol de Bielorrusia, avanzó en las páginas de los diarios y mejoró su altura en las webs que, en muchas ocasiones, llegaron a ofrecer los partidos en directo. Y fueron vistos, choques como el Belshina y el Zhodino, o el Isloch y el Slavia Mozyr, intrascendentes siempre pero con el aliciente del movimiento en tiempo real.
Bielorrusia había decidido estar al margen del desarrollo de la pandemia. Crecían sus cifras. El virus también les alcanzó. Como a todos. Pero las autoridades deportivas optaron por no parar. Los recintos tenían un aforo limitado y los aficionados acudían a los campos con cierta normalidad. Solo condicionados por decisión propia, por su responsabilidad individual.
Nadie sabe ahora cómo acabaron aquellos partidos. Ni el líder de entonces ni el líder de ahora. Ni el goleador. Es la competición bielorrusa ignorada por el gran público y arrinconada por el espectador. La selección es siempre la comparsa, de relleno, en cualquier fase de clasificación hacia una gran cita a la que nunca accede.
Durante casi los noventa días que el fútbol se detuvo Bielorrusia caminó. Entre la Liga y la Copa no había fecha que no estuviera ocupada por un duelo en el estadio Traktor de Minsk, en el Stroitel o en el Arena Borisov.
Fue la excepción de Europa. El presidente del país Alexander Lukashenko consideró que el pánico era más peligroso que el virus en sí. Se negó a implantar medida alguna para frenar la pandemia. No hubo cierre de bares, se mantuvieron abiertos los teatros y las tiendas. No se prohibieron los eventos masivos. De hecho, miles de seguidores del Slavia acudieron en su día al estadio Juantsva de Mozyr para el partido contra el BATE.
La necesidad de fútbol en directo y su repercusión invitó a varios países a adquirir sus derechos de televisión. Sus partidos se vieron en Ucrania, Rusia, India e, incluso, en España.
Tres meses ha durado la explosión del balón en Bielorrusia. La progresiva reactivación de las competiciones ha vuelto a arrinconar a su liga, de la que ya nadie se acuerda. Sus partidos vuelven a quedarse sin hueco y el nombre de sus equipos se encerró en el olvido.
Ya nadie quiere a la Liga de Bielorrusia, símbolo ahora de los tiempos aquellos de confinamiento absoluto, de tristeza y de vacío. Fue un recurso, una excusa, una solución. Un síntoma de vida. Pero ahora, con cierta normalidad, su ostracismo es un alivio.