La festividad de la Natividad de Jesucristo llegó a El Salvador con la conquista española. Desde 1528, los pesebres, belenes o nacimientos —con el Niño Dios como figura primordial— fueron las instalaciones de arte popular más características de cada diciembre.
Durante décadas, familias de diversas localidades del país se esforzaron por construir nacimientos cada vez más completos y sofisticados, a la vez que mostraban a sus hijos que las fiestas de agosto y las Pascuas de Navidad eran dos celebraciones en las que era posible estrenar ropa nueva. La llegada de los regalos tras ser pedidos por carta a los Reyes Magos de Oriente o al Niño Dios sería un fenómeno más tardío.
En 1919, la municipalidad de la ciudad de San Salvador decidió financiar un árbol navideño. Fue colocado en el parque Dueñas (ahora plaza Libertad), para que las personas pudieran dejar, bajo sus ramas, regalos para la niñez residente en los barrios más pobres de San Salvador.
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Para la década de 1920, en la capital salvadoreña, la Librería Caminos Hermanos fue una de las que introdujeron el uso de las tarjetas navideñas (anuncio 1) como formas de saludo familiar durante las navidades. En la misma década, el almacén R. Sagrera & Cía. (dirigido por Ricardo Sagrera Puig, descendiente de catalanes) abrió un buzón en su local, para que la niñez capitalina pudiera entregar sus cartas para pedirle regalos al Niño Dios y a un personaje nuevo: Santa Claus (anuncio 2). Ese anuncio evidenciaba ya un paso progresivo hacia la aculturación, en la que la figura predominante en las fiestas de Pascua durante varios siglos comenzaba a darle paso a una figura nueva, más secularizada. En la siguiente década, el gobierno del brigadier Hernández Martínez hasta buscaría un abeto de Chalatenango para que fuera el árbol salvadoreño de la Navidad.
Aunque su existencia databa de 1809 en la literatura anglosajona, el Santa Claus humanizado (con barba anciana, sonrisa permanente y traje rojo y blanco con gorro de los mismos colores) fue trazado por el artista sueco Haddon Sundblom entre 1931 y 1966 para las campañas de la marca de gaseosas Coca-Cola. Esas características físicas lo volvieron muy popular entre la niñez, pues antes de esa década era una figura entre humana y duende, reconocida por anunciar cigarrillos, agua embotellada, gasolina ESSO, galletas, máquinas de escribir, güisqui y licores, cuentas de ahorros, etc. Sin embargo, esa asociación entre esos productos industriales y el regordete Santa Claus no desapareció de la publicidad internacional ni salvadoreña (anuncios 3, 4 y 5).
Como toda construcción social, la cultura es dinámica y plena de procesos cambiantes dentro de eso que los estudios antropológicos designan como transmisión cultural. Así, en las décadas de 1940 y 1950, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, la visión de la Navidad estadounidense condujo a un desplazamiento lento de la Pascua hispanoamericana, aunque en muchas ocasiones coexistieron, como lo muestra la Página de los niños de El Diario de Hoy (imágenes 6 y 7), dirigida por Claudia Lars, donde la figura de Santa Claus se mezcla con poemas a la Virgen María, pastorelas y otras expresiones literarias de las festividades navideñas.
Esa transformación cultural también fue facilitada por la creciente presencia de comunidades salvadoreñas en ciudades como San Francisco y Nueva York, desde donde se importó la Blanca Navidad, con sus figuras, su árbol, sus adornos y sus luces como nueva forma de festejar la Natividad y, de paso, para anunciar muchas más marcas comerciales y productos (anuncio 8).
En diciembre de 1952, en el centro de San Salvador, el almacén Sagrera y Bogle inauguró el servicio de su Santa Claus de carne y hueso, al colocar dentro de sus instalaciones al actor salvadoreño Antonio Lemus Simún caracterizado como el famoso personaje, para que hablara con los niños y les recibiera sus cartas con las solicitudes de juguetes, todo bajo una atractiva decoración, que incluía un árbol navideño y que era colocada a partir del 24 de octubre y era retirada el 6 de enero, tras el festejo de los Reyes Magos. El éxito comercial alcanzado fue muy grande. Ese almacén fue fundado el 20 de diciembre de 1945, por el matrimonio formado por el salvadoreño de origen catalano-alemán Ricardo Sagrera Drews (1904-1987) y la estadounidense Genevieve Carmel Bogle (1920-2010).
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Durante las décadas de 1950 y 1960, la aceleración industrial de El Salvador también se vio reflejada en la publicidad de sus productos. Por eso, Santa Claus no sólo tomó colores en las publicaciones de los diarios y revistas, sino que también volvió a ser el portavoz de marcas no relacionadas con juguetes, sino con bebidas gaseosas, café instantáneo, cemento, etc.
Pero la tropicalización de la Blanca Navidad al estilo estadounidense también tenía sus costos y esos no estaban al acceso de todas las personas en un país con bajos salarios y mucha desigualdad. Para fines de la década de 1950, resulta significativo que una empresa como Sears ofreciera pagar el árbol y los adornos navideños por “sustos” o cuotas mensuales en moneda nacional, tras la conversión de su precio en dólares desde el catálogo (anuncio 9). Un verdadero lujo para el deleite de muy pocas personas.
En el último medio siglo, en El Salvador suena y resuena el tema navideño del portorriqueño José Feliciano junto con muchas cumbias colombianas y otras baladas hispanas y estadounidenses. Las luces brillan en los árboles artificiales de navidad, al lado de los brillantes brichos o cadenas de papel plastificado. En más de alguna casa aún se conserva la tradición de colocar el nacimiento o belén, así como la de enviar tarjetas navideñas a familiares y amigos. Es una mezcla en que la globalización económica y la mundialización cultural han dejado su impronta.
Mientras, la niñez salvadoreña ahora es más propicia a escribir cartas y pedirle sus regalos a Santa Claus. El cine, la televisión, la internet y muchos elementos tecnológicos más han contribuido a fijar en sus mentes a ese personaje, en detrimento de los Reyes Magos y del Niño Dios. Las dinámicas propias de la cultura han formado una senda entre la aculturación y la transculturación, porque no sólo se ha opuesto nula resistencia ante esos cambios procedentes del extranjero, sino que se les ha fomentado a grado sumo.