El 30 de septiembre de 1938 un avión aterrizaba en Londres. De la nave salió un viejo flaco y alto que estampaba en su rostro una orgullosa sonrisa bajo un bigote bonachón. Era el Primer Ministro británico, Neville Chamberlain.
Sobre la pista dijo:
“Esta mañana tuve otra charla con el canciller alemán, Herr Hitler, y aquí está el papel que tiene su firma y la mía”.
Levantó el papel orgulloso. La multitud le ovacionó.
Luego leyó el papel:
“Nosotros, el canciller y führer alemán, y el Primer Ministro británico, hoy acordamos que el asunto de las relaciones anglo-germánicas es prioritario para ambos países y para Europa. Consideramos que el acuerdo suscrito anoche es un símbolo del deseo de nuestros pueblos de nunca volver a enfrentarse en una guerra entre sí nuevamente”.
Los hurras eran atronadores en la pista.
Horas más tarde Chamberlain, desde la ventana del número 10 de Downing Street, dijo a su pueblo exultante:
“Amigos, por segunda vez en nuestra historia, un Primer Ministro británico regresa de Alemania trayendo paz con honor. Esta es la paz de nuestros tiempos”. Al año siguiente comenzaría la peor guerra de la historia.
En los años previos a 1938 la dictadura bélica y populista nazi se había consolidado en Alemania y avanzaba en Europa. Hitler tenía en sus manos a Austria, y con el acuerdo Chamberlain le entregó la región de los Sudetes de Checoslovaquia.
Pero no solo el Primer Ministro británico se engañaba pensando que con ese acuerdo Hitler daría por satisfecho su apetito expansionista. A la derecha británica le agradaba transar con los nazis, pues veía en ello la contención de la amenaza comunista. La izquierda pacifista, por su parte, quería evitar la pesadilla de una nueva guerra mundial, y por ello le agradaba un acuerdo de paz con Hitler.
Ajeno a la opinión pública estaba Winston Churchill. El viejo llevaba años advirtiendo que la Alemania nazi era una seria amenaza, y rechazaba categóricamente hacer concesiones que fortalecieran al dictador.
Dicen que Churchill, tras ver a Chamberlain batiendo orgulloso su papel en el aeródromo de Heston, dijo: “Podíamos escoger entre la guerra o la vergüenza, y escogimos la vergüenza; pues luego tendremos también la guerra”. La historia le dio la razón.
Lo que para Chamberlain era un acuerdo que garantizaba la paz, para Hitler era un papel. No es difícil imaginar la sonrisa de Hitler al ver a Chamberlain exhibiendo a la historia su estupidez cuando batía al aire ese papel en la pista del aeropuerto.
Al año siguiente Hitler tomaba el control del resto de Checoslovaquia y luego invadía Polonia. Comenzaba así la Segunda Guerra Mundial. Chamberlain, desconcertado con su paraguas. Churchill, con un puro en una mano y un trago de escocés en la otra, esperaba irritado y pacientemente su momento.
Chamberlain renunció en mayo de 1940. Moriría meses después. Su sucesor fue Winston Churchill, y él sí hizo historia.
Los popes fascistas, Mussolini y Hitler, murieron en la deshonra. Pero las notas de su modelo de gobierno continúan sonando en rincones del mundo que ellos nunca habrían imaginado.
Por su parte, la tragedia de Chamberlain nos dejó una lección: nunca confíes en los fascistas. Es propio de su naturaleza incumplir los acuerdos. Y el oxígeno que se le da a los fascistas transando con ellos es el que les permite coger las energías que luego ocuparán para atacar a los mismos incautos aliados de ocasión, hasta aniquilarlos.
Churchill tenía razón. Y desde algún lugar nos continúa haciendo su particular señal de victoria para recordarnos las lecciones de la historia.