Un rótulo sobre la carretera es el grito de auxilio de una comunidad escondida en Ilopango

La Esperanza es una comunidad de más de 150 familias que vive escondida sobre la Carretera de Oro en Ilopango. Nadie los ha ayudado durante las semanas de la cuarentena. Decidieron escribir un mensaje de auxilio en un pedazo tela y salir a la calle con la ilusión que alguien los viera.

Desde la carretera, la comunidad Nueva Esperanza anuncia que ya no puede más, y espera a que la ayuda llegue a través de ese esfuerzo.

Por Marvin Romero

2020-05-13 9:33:49

Un puñado de hierros retorcidos dan forma a un estrecho pasillo de quince peldaños de concreto desgastado y corroido por el tiempo. Es el kilómetro 11 y medio de la Carretera de Oro, en el municipio de Ilopango. Los automoviles pasan a toda velocidad sobre el asfalto, castigado por un implacable sol. Muy pocos caminan por la zona. Nadie se percata que detrás de las láminas oxidadas y desteñidas hay todo un laberinto de callejones, llenos de vida.

Más de 150 familias habitan en igual número de pequeñas casas, de a penas unos metros cuadrados, escondidos y apuñados. La pobreza golpea en cada esquina de las callejuales y los residentes advierten que el hambre comienza a sentirse con más fuerza. La comunidad lleva por nombre La Esperanza: una cruel ironía.

Desde que la Cuarentena fue impuesta en todo el territorio nacional, muchos de los residentes de La Esperanza se quedaron sin trabajo y sin posibilidad de sostener a sus familias. Confirman que nadie ha llegado a ofrecerles nada, ni de la alcaldía municipal y menos del gobierno. “Es que hasta aquí nadie nos ve”, dice Santos García, una mujer de 86 años, de pie frente a la puerta de su casa. Sus vecinos, que asoman la mirada por las ventanas y portones, le dan la razón. “Hasta aquí nadie llega”, dice una mujer desde el balcón y el ambiente se carga de un murmullo denso de quejas que van desde el olvido hasta el abandono.

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“Por eso hemos decidido salir a la calle”, explica Bryan Soto, uno de los residentes más jóvenes de La Esperanza. Relata que, junto a otros jóvenes de la comunidad y sin más recursos que un pedazo de tela y dos trozos de bambú, armaron un rótulo en donde escribieron: “Comunidad La Esperanza, necesitamos ayuda y alimentos, gracias”. Con la ayuda de piedras y ladrillos sostuvieron de pie el improvisado letrero a la orilla de la carretera y bajo el sol, que creaba espejos en el asfalto, pasaron horas esperando a que alguien los viera.

Armaron grupos y se rotaron por turnos. El resto de la comunidad los apoyó con agua y comida. Ya entrada la tarde, nadie se había detenido. “Una rastra pasó y nos voló la tela. Tuvimos que salir corriendo detrás”, relata una de las mujeres. “Pero ni ese se detuvo a ayudar”, agrega. Y así, todo el día.

Adentro, un grupo estaba listo con alcohol y una bomba con desinfectante. Esperaban a todos los que seguramente entrarían al ver el rótulo en la calle. A los que detendrían sus autos o se cruzarían la carretera. A los que llegarían cargados de víveres y comida. “A los del gobierno”. Pero nadie llegó. Con rótulo o sin él, La Esperanza seguía siendo invisible.

“Pero aquí hay personas que realmente lo necesitan y no podemos dejarlas solas”, dice Bryan. En La Esperanza, todos tienen una historia que contar, una pena que desahogar, una razón para salir de sus casas y otra para volver. Desde el punto más alto de la comunidad, los techos de lámina cuentan un relato de omisiones y exclusión.

Al interior de las casas, la cuarentena se vive -o se sufre- en diminutos espacios en donde a penas entra la luz. Un calor espeso se alborota con la más leve brisa. Los pocos rayos de sol que consiguen colarse, entre el techo y la pared, serpentean entre barriles, sillas, maderas, ollas, ropa y comida. Mucho y a la vez nada. Algunos terminan en recipientes medio vacíos. “Aquí el agua cae al tiempo”, dice un hombre al fondo de la habitación. El sol rebota del agua turbia hacia las paredes y forma caracoles de luz danzante.

A pesar de haber cumplido todas las medidas

“Hemos tenido que colaborar para nosotros mismos”, dice Bryan y se refiere a que, hace unos días, entre los vecinos de La Esperanza, reunieron puñados de arroz, frijol y aceite para completar lo suficiente y que Santos, la anciana que ahora escucha sentada en una silla, pudiera pasar otros quince días en confinamiento y no tuviera que salir a buscar su sustento en las calles.

Así han hecho con cada uno de los casos en que alguna de las familias llega al límite de sus capacidades. Así han hecho para reunir bolsas de lejía y vaciarlas en un barril. Para adaptar el viejo motor de una compresora a un par de mangueras y armar un dispositivo que rocía el desinfectante a presión en los callejones y en las fachadas de todas las casas. Una procesión que se repite cada atardecer y hasta ya bien entrada la noche.

También sumaron, entre todos, el dinero para comprar la bomba con la que desinfectan a los residentes que salen de la comunidad y regresan a ella. Todo para evitar la propagación del COVID-19 y para cumplir con las medidas del gobierno. “Aunque lo hemos hecho, de parte de ellos no hemos tenido nada”, agrega Bryan y levanta los hombros.

“Pero con lo poquito que tenemos, vamos a seguir ayudando a los que más lo necesitan”. Los vecinos de la comunidad regresan a sus casas oscuras y calientes. Los del turno en el puesto de sanitización se recuestan en la sombra a seguir esperando a los que nunca llegan. Los que cuidarán el rótulo, cruzan el pasillo de los quince escalones, en medio de las latas y hierros retorcidos. El sol ha bajado un poco, la noche se acerca y aunque no se alcance a ver, La Esperanza sigue viva.

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