El sobreviviente del Holocausto Szmul Icek muestra su número de prisiones 117568 de Auschwitz en su brazo. Él y dos hermanos sobrevivieron mientras sus padres y dos hermanas fueron asesinados en el Holocausto. Foto AFP
El terror y el hambre
En su pequeño departamento en las afueras de Tel Aviv, Malka Zaken, de 91 años, vive rodeada de muñecas, algunas todavía en sus envoltorios de cartón y plástico. A otras, les habla. “No te preocupes Sean, no es alemán, no me va a llevar”, dice a una de las muñecas, bautizada con un nombre estadounidense, a la llegada de un periodista.
Sus recuerdos se mezclan, su discurso se nubla, pero el trauma de Auschwitz sigue vivo. Para escapar, Malka trata de refugiarse en un pasado lejano, antes de la guerra, en Grecia, donde vivía con sus padres y sus seis hermanos.
“Cuando era pequeña mi madre me compraba muchas muñecas, a ella los nazis la quemaron directamente. Cuando estoy con las muñecas, me acuerdo de ella, es como cuando era una niña en casa, pienso en ello todo el tiempo”, dice esta señora que pasa sus tardes viendo telenovelas románticas bajo la mirada de su cuidadora asiática.
Un Auschwitz, “nos pegaban todo el tiempo, estábamos desnudas y nos pegaban… no me olvido de nada, no me olvido de lo que sufrí, de los golpes que me dieron. ¡Qué infierno! No sé cómo pude sobrevivir”, dice Malka mientras muestra su espalda. “Tras la liberación, no dormía, me despertaba por la noche gritando, tenía miedo y durante mucho tiempo recibí ayuda psicológica”.
La mirada un poco perdida en su apartamento lleno de muñecas y peluches, sus anillos presos en sus dedos deformados, su tatuaje 76979 eliminado bajo su piel de pergamino, Malka recuerda también a sus amigas asesinadas por los nazis, a las que sobrevivieron pero fallecieron después.
Y está el recuerdo del miedo de ser enviado a la cámara de gas y el del hambre. Esa máquina trituradora de judíos hace que el hambre atenace las entrañas, consuma el cuerpo y lo reduzca a un esqueleto.
Este sentimiento de hambre, Saul Oren, que ha vivido sin una foto de su madre asesinada y de cuyo rostro trata todavía de recordar en los cuadros que pinta en su casa, lo define todavía con mayor claridad.
“Nadie puede imaginarse cuán duro era el hambre en Auschwitz. Nos daban, por ejemplo, una sopa. Una sopa que era agua con algunos trozos de papa que flotaban en ese líquido. Era la sopa para todo el día. O nos daban una pequeña papa o nos daban un trocito de pan. No nos comíamos todo el pan porque lo queríamos guardar para después porque a lo mejor no podíamos soportar el hambre”, dice este hombre enjuto de 90 años.
También vivió el hambre en la “marcha de la muerte”, cuando, con la llegada de los aliados, los nazis forzaban a los prisioneros de los campos de concentración como Auschwitz a caminar en pleno invierno para llevarlos a Alemania y a Austria.
“Caminamos 12 días, prácticamente sin comer… nos paramos en un bosque, encontramos un caballo muerto, todos nos precipitamos sobre el animal. Cada uno tomó un pedazo”, recuerda Oren.
Danny Chanoch, un judío procedente de Lituania, recuerda haber caminado días y días con un frío polar, y rascaba el suelo con la esperanza de llegar a la hierba helada bajo la nieve para comer algo. Todavía recuerda las imágenes de supervivientes que comían, dice, la carne de prisioneros asesinados por los alemanes.
“La gente no podía soportar el hambre, y recuperaron carne humana y la cocieron. Y sabíamos que se trataba de una línea roja: no comer humanos y no robar el pan de los camaradas”, cuenta Chanoch, que también pasó por los campos de Mauthausen y Gunskirchen, donde fue liberado.
La justicia
Después de la guerra y siendo niño sin un centavo, Danny Chanoch encontró a su hermano Uri. Fue en Bolonia, Italia. Un italiano les tomó una foto. Y la imagen color sepia de los dos jóvenes hermanos en zapatillas, sin familia, está colgada en su vivienda rodeada de limoneros en un pueblo con clima y ritmo mediterráneo, entre Tel Aviv y Jerusalén.
Suele soltar peroratas filosóficas acordándose de los campos: “A veces me digo: ¿cómo habría podido vivir sin Auschwitz?”. “Esto me ha permitido no olvidar lo esencial, de hacer lo que me apetecía hacer. Me llevaron ahí, es una parte de mi vida”, dice. “Sobrevivir es la regla del juego. La vida es una cuestión de milímetros y de segundos, una cuestión de saber dónde estás y en qué momento. Y yo creo que este (instinto) corre por mis venas”.
Desde Italia, Danny y su hermano emigraron clandestinamente a Palestina, entonces bajo protectorado británico. Otros supervivientes del Holocausto llegaron más tarde a una tierra que se convertiría en un país, Israel, y que rápidamente promulgó una ley que castigaba con la pena de muerte los crímenes contra el pueblo judío, contra la humanidad y los crímenes de guerra.
Esta ley ayudó a colgar a Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS responsable del envío de los judíos a los campos de la muerte, capturado 15 años después de la guerra en Argentina y juzgado en Jerusalén. Un proceso crucial.
Para Shmuel Blumenfeld, el caso Eichmann supone un punto de inflexión en la historia.
Con 94 años, con número de interno 108006, guarda en su casa un saquito con la tierra del lugar donde todos los miembros de su familia fueron asesinados. Fue uno de los guardianes de Eichmann en la cárcel. Se codeó con el diablo, le habló, le dijo que había vencido…
“Un día que le llevaba la comida, subí la manga para que viera mi número tatuado. Lo vio pero hizo como si nada. Terminó de comer y le pregunté en alemán si estaba bueno. Dijo que sí, le propuse si quería más, dijo que sí y le volví a servir. Después, le volví a mostrar mi número de Auschwitz y le dije: ‘tus hombres no terminaron el trabajo, pasé allí dos años y sigo con vida”, recuerda Blumemfeld, al reconstruir la escena en alemán antes de traducirse él mismo al hebreo.
Esta combinación de imágenes creadas el 11 de enero de 2020 muestra (de arriba a abajo) Sobreviviente del Holocausto Szmul Icek, Sobreviviente del Holocausto Malka Zaken, 91, Sobreviviente del Holocausto Shmuel Blumenfeld, 94, (abajo hacia la izquierda) Sobreviviente del Holocausto Saul Oren, Sobreviviente del Holocausto Batcheva Dagan y el sobreviviente del Holocausto Menahem Haberman, de 92 años, posan durante una sesión de fotos. Antes de los eventos que marcan el 75 aniversario de la liberación de Auschwitz
“En una ocasión, Eichmann gritó quejándose de que no lograba dormir, que había mucho ruido. Y le dije: no estamos en la oficina de Adolf Eichmann en Budapest, estás en la oficina de Schmuel Blumenfeld”, dice sentado con la mirada fija en el periodista. “Mi madre me dijo: ‘Nunca olvides que eres judío y le obedecí'”, dice este hombre que hizo su carrera en los servicios penitenciarios israelíes.
“Vivir para contarlo”
No olvidar, pero también transmitir. Pese a la edad, Schmuel Blumemfeld sigue yendo a Polonia con grupos de jóvenes israelíes. Pero algunos cónyuges de estos supervivientes se esconden a la llegada de los periodistas de la AFP, cansados de escuchar estos recuerdos terribles, de vivir con el fantasma de los campos.
Elegante, enérgica, ferozmente independiente, Batsheva Dagan solo pensaba en una cosa cuando escapó a la muerte: “Vivir para contarlo”. Casi con 95 años, esta mujer que trabajó en el corazón del campo de Birkenau, el “Kanada”, depósito de las pilas de zapatos y objetos confiscados a los detenidos, y tenía que quemar las maletas de los judíos que llegaban al campo, escribe libros para niños sobre el Holocausto.
“Estuve allí 20 meses en total; 600 días con sus noches”, repite. “Calcula las horas y los segundos, pensando que en cada segundo existe el miedo a morir. ¿Te das cuenta de lo que quiere decir vivir cada instante con la amenaza de que este momento es el último?”.
¿Cómo enseñar todo esto a los jóvenes? “Trato de hacer de mi experiencia en el campo algo positivo para los niños, educativo. No cuento solo el horror del Holocausto, sino también las cosas maravillosas, como la ayuda, el apoyo mutuo, la capacidad de compartir un pedazo de pan, la amistad… Seguimos siendo seres humanos”, dice. “Estoy viva… He sufrido pero he vencido”.
Cuentan su “victoria” en poemas, en sus memorias, pero sobre todo en cada día que viven, cada vez que sus hijos pasan a hacerles una visita, que sus nietos consiguen un logro en la vida, cada vez que su mirada se posa en las fotos de familia, allí donde los retratos de los padres asesinados están cerca de los de los hijos de los que sobrevivieron.
Szmul Icek, después de haber escondido su tatuaje de Auschwitz toda su vida, disimulado bajo las mangas largas de las camisas ha empezado a mostrarlo estos últimos años. “Tú no querías mostrarlo. Ahora, lo primero que haces cuando entras en un taxi, es eso”, le recuerda su esposa Sonia, mostrando el antebrazo tatuado.
“Era como si fuera vergonzoso… Le dije: ‘tú estuviste en un campo, debes estar contento de haber vuelto'”, dice Sonia, que también tuvo que esconderse durante la guerra para que no la deportaran a los campos de la muerte.
Sentado al lado de su esposa, Szmul consigue pronunciar dos palabras antes de empezar a llorar: “he ganado”.
Pero “ganar, nunca”, dice su esposa. “El perdió a sus hermanas, a sus padres. No ganó nada. No, no. No hemos ganado pero hemos instruido a nuestros nietos para que comprendan lo que ocurrió”.