Excruciante dolor

El Domingo de Resurrección es uno de tanta alegría para los cristianos. El que murió ayer también resucitará mañana. Y la psicología humana prefiere recordar lo bueno que lo malo.

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Milovan, en primer plano, da indicaciones a futbolistas de la Selecta. Misael Alfaro (Gris) escucha atentamente. Foto: EDH | Archivo

Por Jorge Alejandro Castrillo

2020-04-11 10:57:02

Hubo una vez un cerro al que, a lo mejor, acostumbraban subir los enamorados a ver el ocaso o las familias en días de vacación para que los niños jugaran. La vista que desde allí se tenía hacia el Jerusalén de entonces era bonita, a juzgar por las láminas que la reproducen.

Quizá por su feo nombre, “Lugar de la calavera”, lo asocio a nuestra “Puerta del Diablo”, tétrico nombre que no ha
sido obstáculo para su disfrute. Ayer viernes, hace poco menos de dos siglos, a las nueve de la mañana (Mr 15, 25), tres altas y toscas cruces fueron instaladas en lo alto de ese cerro. En ellas,tres hombres fueron crucificados: dos de ellos ladrones confesos y condenados; el otro, uno a quien no encontraron crimen del que acusarlo legalmente (“Los jefes de los sacerdotes y toda la Junta Suprema buscaban alguna prueba para condenarlo a muerte, pero no la encontraban” Mr. 15,55) pero igual lo condenaron.

Astutos como suelen ser los hombres cuando de hacer el mal se trata, quisieron descargar su responsabilidad en la autoridad civil y militar y lo llevaron ante un populista jerarca que, aunque nunca estuvo convencido de la culpabilidad de quien le presentaban (“Porque se daba cuenta que los jefes de los sacerdotes lo habían entregado por envidia, -Mr, 15, 10) no tuvo las agallas para hacer prevalecer la justicia (“Entonces Pilato, como quería quedar bien con la gente, dejó libre a Barrabás; y después demandar que azotaran a Jesús, lo entregó para que lo crucificaran”. Mr 15, 15). Desde entonces Pilato es el paradigma del funcionario cobarde pero ambicioso y calculador que, reconociendo una injusticia que tiene competencia para detener, prefiere lavarse las manos y quedar bien con la plebe.

Los encargados de azotar al injustamente condenado no eran soldaditos cualesquiera, sino lictores, especialistas de la tortura que harían quedar como niños de teta a quienes desempeñan esas funciones para las más conocidas agencias de inteligencia del mundo o los que, en el siglo pasado, fungieron como “interrogadores” en las cárceles de Latinoamérica. Los lictores, como cualquier especialista, tenían instrumental especial a su disposición (flagelos, varas, látigos, fustas)y un profundo conocimiento del cuerpo humano (azotaban el cuerpo en su integridad, desde las plantas de los pies hasta la cabeza, salvando únicamente las partes íntimas) y de su tolerancia al dolor.

Su objetivo: infligir el máximo dolor posible sin que el torturado muriera en el episodio. El daño infligido al cuerpo del originario de Nazareth fue tanto y tan grave, que no me explico cómo le fue posible caminar dos kilómetros, con el madero horizontal de la cruz (patibulum, que según cálculos de historiadores habrá pesado algo más de cien libras) sobre su espalda, hasta el Gólgota que, desde entonces, ya nunca más fue mirador turístico.

¿Sintió miedo -el hombre que era- Cristo de lo que le sobrevendría? Miedo intenso, tanto que noches antes, en el Monte de los Olivos, mientras pedía al Padre que, si podía, apartará de Él ese cáliz, el hombre sudó sangre. Esto no es lenguaje poético usado por los evangelistas, sino una rara condición médica llamada “hematidrosis” que provoca la secreción de químicos que rompen los vasos capilares en las glándulas sudoríficas. Como resultado, hay una pequeña cantidad desangrado en las glándulas y el sudor emana mezclado con sangre. Sucede cuando hay un altísimo
grado de sufrimiento psicológico. Allí nos enseñó el Maestro lo que de verdad significa aquello que, las más de las veces, rezamos sin comprender a plenitud: “Hágase Tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Al perder la esperanza de que ese amargo cáliz pasara de largo sin tener que beberlo, la sangre salió por sus poros.

La hematidrosis provoca, además, una especial sensibilidad en la piel lo que debe haber exacerbado el dolor producido por los latigazos del día después. Todavía a eso hay que agregar el sufrimiento de la cruz. Dolor tan indescriptible que, según algunos, hubo que inventar la palaba excruciante (“de la cruz”) para referirse a ello. (les ahorro el viaje: no aparece registrado el vocablo ni en el diccionario de la RAE ni en el del Español Urgente).

Hoy el mundo vive de otra manera el recuerdo de este episodio histórico. Lo vive desde el miedo,desde la soledad, desde la cercanía de la muerte. Hoy entendemos mejor esa noche en el jardín de Getsemaní del Monte de los Olivos. No hemos sudado sangre porque todavía no lo creemos del todo, pero son cien mil ya el estimado de muertos por la pandemia.

Por eso el Domingo de Resurrección es uno de tanta alegría para los cristianos. El que murió ayer también resucitará mañana. Y la psicología humana prefiere recordar lo bueno que lo malo.Disminuir el dolor excruciante y retener la excelsa alegría de la resurrección. Rueguen por nosotros pecadores, la Virgen María y su esposo el Santo José, ahora y en la hora de nuestra muerte.