Fuimos atendidos por una empleada pública que me hizo recordar a don Paquito Palaviccini, (“… ni pobre ni rica, ni joven ni vieja, ni bella ni fea, ni chele ni prieta, ni alta ni baja…” como cantaba en su inolvidable Xuc, todo en una). Nos atendió sentada frente al monitor y teclado de una computadora (¡¿cómo no?! si ya estamos en el siglo XXI, informatizados). Desde luego, nosotros teníamos el tiempo justo y estábamos un poco apurados, como solemos estar todos cuando tenemos que hacer un trámite. Nos pidió el DUI a ambos padres de la niña, los hizo descansar al lado de su teclado y no los volvió a ver: prefirió preguntar oralmente la información que dichos documentos consignan. Al verla teclear trabajosa y lentamente con solo cuatro de sus dedos las letras de las palabras que iba ingresando al formato que aparecía en su pantalla, me hizo pensar benevolentemente —a mí, que ando siempre pensando en cómo podríamos educarnos mejor— que no tuvo la suerte que en su escuela, instituto o colegio le enseñaran mecanografía. Y que si la tuvo, se habrá ella preguntado en su adolescente momento: ¿para qué me va a servir a mí esto? y dejó pasar la oportunidad de aprender bien. ¡El tiempo que nos habríamos ahorrado nosotros y el que se ahorrarían quienes visitan esa oficina pública si ella supiera mecanografiar! Pero no, a aguantarla, no fuera que si me ponía impaciente la tortura se alargara innecesariamente. Preferí recordar agradecido a nuestra querida profesora de mecanografía, doña Zoila, que cuando nadie soñaba con esta popularización de las computadoras nos hizo aprender —a pesar de nuestras quejas y oposiciones, en colegio sólo de varones, séptimo grado— a escribir a máquina, sin ver el teclado y cometiendo apenas unos pocos errores, ¡Dios la tenga en su gloria!
Los alumnos que al final de su carrera universitaria se quejan porque el profesor no les muestra videos durante las clases sino que les insiste en que aprendan a leer, que de esa forma aprenderán mejor. Sí, usted leyó bien: “al final de su carrera universitaria”, “que aprendan a leer”. Paradójico, ¿no? Reconozco que, al respecto, soy testarudo: quien va a la universidad, debe leer. Por eso adverso también el uso facilón que se hace de la teoría de las inteligencias múltiples de H. Gardner para justificar la falta de exigencia a los alumnos. Él postula la existencia de otras inteligencias (musical, corporal-cinestésica, visual-espacial, por citar tres) distintas a la lógica-matemática y a la lingüístico-verbal usualmente asociadas al paradigma de la inteligencia única, que él adversa. De acuerdo con eso. Pero lo que él está implicando es que al pianista A. Rubinstein, Palaviccini o a Luis Fonzi (“Despacito”) se les evalúe por su inteligencia musical; que a Michael Jordan, Lionel Messi o nuestro Marcelo Arévalo sean medidos por su inteligencia corporal-cinestésica; que a Le Corbusier, Calatrava o Niemeyer se les reconozca por su inteligencia visual-espacial. No otra cosa.
Las “TED talks” originales mostraban a expertos en sus materias (ciencias, educación, negocios, creatividad, etc.) y nos permitían tomar un primer contacto con una teoría o campo de la actividad humana. Luego el interesado tendría que seguir buscando sobre la trocha que le habían abierto y seguirse informando al respecto. Bueno, incluso esas charlas han venido muy a menos. Hoy resulta que una “TED talk” ya no es garantía de nada, la dicta cualquiera. La otra mañana escuchaba a un barbado que disertaba sobre cómo ser excepcional. Lo aguanté por quince minutos. No sé si luego habrá aludido a otros seres excepcionales o a estudios serios, pero todo lo que yo escuché fueron anécdotas suyas y alusiones a su propia carrera. Hasta donde pude aguantar, la conclusión era: si quiere ser excepcional, sea como yo. Que fuera argentino es solo una triste coincidencia, quiero pensar. Pero ahí tenemos: el conocimiento más exquisito, el más avanzado, el más útil puesto al servicio de todo aquel que lo quiera aprovechar. ¿Lo consultarán nuestros jóvenes? ¿Aprenderán más así que leyendo y estudiando? Permitámonos dudarlo.
Psicólogo.