Ya nadie estudia y vive en un colegio, al menos no en El Salvador. En estos tiempos de constante modernización de las comunicaciones y de tanta oferta académica, las instituciones educativas privadas responden a la demanda de otra manera. Pero tres décadas atrás se estudiaba y vivía en colegios, en general católicos.
Algunos colegios cerraron sus internados a finales de los años 90, pero otros siguieron funcionando una década después, solo que con algunos cambios. Por ejemplo, el colegio María Auxiliadora de Chalchuapa mantuvo hasta 2011 ese servicio aunque era enfocado a niñas de escasos recursos. (Ver nota aparte).
Centenares se graduaron de bachilleres en diversas ramas, incluso de maestros normalistas bajo esa modalidad. Era una oferta académica que por lo general hacían colegios administrados por congregaciones católicas.
De cómo funcionaban, de cómo transcurría la vida de estos estudiantes, de cuáles eran las reglas a las que debían someterse, cobra vida en los testimonios de tres mujeres de distintas generaciones que vivieron esa experiencia y la de tres monjas que supervisaron la vida de alumnas internas.
Sofía M., como quiere ser identificada una de estas exalumnas, nos hace retroceder 65 años en el tiempo. Ella estudió dos años de educación básica y dos de bachillerato como interna a mediados de los años 50 en el colegio María Auxiliadora, de Chalchuapa, y en el colegio Santa Inés, de Santa Tecla. Ambas instituciones fundadas por congregaciones salesianas aún existen y son de las más antiguas del país.
Colegio Santa Inés
Fue fundado en 1906 por la congregación salesiana Hijas de María Auxiliadora. Está situado en Santa Tecla y sigue dando educación privada. El edificio fue reconstruido tras los daños causados por los terremotos de 2001. En estas fotos se puede ver a un grupo de alumnas internas del colegio en los años 50 celebrando el Día de la Cruz. A la derecha (abajo) otras estudiantes disfrutando un paseo en el cerro Las Pavas, como parte de los paseos que hacían junto con las monjas. Arriba, las instalaciones del colegio, una de cómo era en los años setenta y la otra es la actual.
“La estancia allí no era aburrida. Allí teníamos todo, buena atención, obtuve conocimientos de calidad, pero también aprendí a cocinar, a bordar, a tejer. Vivíamos con una disciplina regimental, pero a quien es disciplinado no le cuesta adaptarse a esa vida”, resume Sofía su paso por los internados.
Sor Nilda O’Connor, estudió como interna en el María Auxiliadora, de Chalchuapa, a inicios de la década del 60 y hoy es orientadora de la institución (convertida en escuela parvularia para niños de escasos recursos), también destaca la vida disciplinada que se aplicaba a las alumnas pero también el buen ambiente y la calidad educativa que impartían a señoritas de familias que pudieran pagarla.
“Mi mamá estuvo interna aquí antes de 1945. Ella contaba que la vida aquí era alegre y había mucha enseñanza de valores”, dice Sor O’Connor.
Tanto ella como Sofía destacan las amplias instalaciones y los jardines del colegio. De hecho, el edificio, que casi cubre una manzana de extensión en una zona céntrica de Chalchuapa, aún conserva en su fachada rasgos arquitectónicos y balcones antiguos, así como corredores; aunque los dormitorios de las alumnas fueron remodelados y hoy sirven para capacitar en distintos oficios a mujeres de escasos recursos.
En esas instalaciones se formaron mujeres como Nilda y Sofía. Ambas también coinciden en que la disciplina era clave en todo y las maestras y administradoras del colegio, de la orden Hijas de María Auxiliadora eran estrictas pero a la vez cariñosas.
Colegio María Auxiliadora
El colegio María Auxiliadora de Chalchuapa es hoy escuela parvularia. Fue fundado el 25 de enero de 1912 cuando Salvador Morán donó a la congregación Hijas de María Auxiliadora la casa para educar a niñas huérfanas. Inició como hospicio Santa Rosa, donde las niñas aprendían oficios, luego abrieron el internado para jóvenes con capacidad económica. El edificio conserva rasgos arquitectónicos antiguos como balcones. En las imágenes de abajo, se ve a la derecha el área remodelada de los dormitorios; a la izquierda internas de los años 50 en un concurso de conocimientos sobre doctrina.
“Nos levantábamos a las 6 de la mañana, arreglábamos la cama; nos daban diez minutos para bañarnos. Había un reloj bien grande que nos apuntaba la hora. Luego nos uniformábamos y a desayunar; nos lavábamos los dientes y nos íbamos al aula”, detalla Sofía.
Todo estaba cronometrado. Las clases acababan a las 12 meridiano y luego almorzaban. “Ya no recuerdo bien, pero de 2 a 4 de la tarde íbamos a clases de canto o de educación física. Después nos tomábamos un tiempo para hacer las tareas, había una biblioteca para hacerlas. A las 6 de la tarde íbamos al Ángelus (oración corta) y a las 7 p. m. cenábamos. Las monjitas ponían música en altavoces y siempre se ocupaban de que practicáramos deporte o nos recreáramos”, recuerda esta exalumna de 82 años.
En el Colegio Santa Inés, fundado en 1906 y situado en Santa Tecla, la vida disciplinada y académica no eran tan distinta de la que vivían en Chalchuapa, añade la señora.
“El sistema de este colegio era igual, era la misma congregación salesiana, tenían la misma disciplina. Mi papá me matriculó allí porque yo quería estudiar bachillerato en Ciencias y Letras y en Chalchuapa solo había bachillerato comercial. Allí era más caro. Tenía unas compañeras muy adineradas, recuerdo a unas chapinas con apellido alemán que llegaban en avioneta o helicóptero; otras eran hijas de diplomáticos”, relata Sofía.
Lo que le gustaba, dice, es que las monjas trataban a todas por igual y eran muy preparadas académicamente. “Allí lo preparaban profesionalmente y para ama de casa. Era una vida disciplinada pero plena, allí no le faltaba nada a uno”, destaca Sofía.
Pero otras como Nelly Romero, quien a finales de los años setenta e inicios de los ochenta estudió en la Escuela Normal Ana Guerra de Jesús, situada en Santo Domingo, San Vicente, el ingreso a un internado no fue tan agradable porque hasta ese momento había estudiado en un colegio mixto y externo.
Escuela Normal Ana Guerra de Jesús
Fundado por el sacerdote salesiano y profesor normalista Pedro Arnoldo Aparicio en 1959 en Santo Domingo, San Vicente, para formar maestros. Tuvo gran auge durante la guerra, las estudiantes hallaron allí un oasis, sobre todo provenientes del oriente del país. Cerró en 2004. Las internas dormían en la tercera planta del edificio. Llegó a albergar hasta 60 alumnas. Estas pagaban hasta 200 colones al mes.
“Yo quería estudiar bachillerato pedagógico y solo existía ese bachillerato en Ciudad Normal y en algunos colegios privados pero en estos colegios era internado. Las personas que vivían cerca de ellos podían estudiar externo, pero como nosotros éramos de un lugar muy retirado de Morazán, decidieron dejarnos internas y salíamos cada vacación”, relata.
Disciplina y otros aprendizajes
Nelly también cuenta que la disciplina era el sello en este internado, fundado por monseñor Pedro Arnoldo Aparicio en 1959 para formar a señoritas en el magisterio. Primero se llamó Escuela Normal y luego Instituto Superior Pedagógico.
“Era una educación integral que nos daban, desde hábitos higiénicos, una enseñanza bien apegada al bachillerato que estudiábamos. Estudiábamos mañana y tarde, las monjas tenían su horario y teníamos que cumplirlo; incluso había hora para ir al baño, para ayudar a limpiar el lugar, algunas, si querían, podían ir a la cocina”, recuerda Nelly, de 48 años, quien se graduó en 1981 como bachiller en Pedagogía.
Sor Marta Daysi Reyes, vicaria de la congregación Hijas del Divino Salvador, la que administraba el referido internado, confirma la vida disciplinada que debían cumplir las internas.
“En los años ochenta tuvo un gran auge el internado. Llegamos a tener cerca de 60 internas, solo señoritas. Ellas venían de diferentes partes y se les comenzó a colocar cuotas de acuerdo a su condición económica. Tuvo mucha acogida de parte de las familias. Aquí hubo señoritas de casi todos los departamentos del oriente del país: Morazán, Chalatenango, San Miguel, Usulután”, dice sor Reyes.
Sor Reyes dice que en el caso de la escuela normal Ana Guerra de Jesús, cuyo edificio todavía sigue en pie en Santo Domingo, había alumnas internas y externas. Las primeras provenían de lugares alejados y dormían en la tercera planta del edificio. Lo que pagaban por el servicio de internado y su formación en los años ochentas era de hasta 200 colones ($23) al mes. Esa era la cuota más alta, explica.
Nueva oferta académica y el cambio del país los llevó a su fin
Los internados cerraron definitivamente en los años 90 porque “la realidad del país cambia”, “cambia el rol de la familia”, afirma Enrique Nuila, coordinador pastoral del Colegio Guadalupano y miembro del Fedec, la Federación de Entidades Educativas Católicas.Él cree que fue el Colegio Bethania, de Santa Tecla, el último en cerrar esta modalidad al final de los 90. En Santo Domingo, San Vicente, el Instituto Superior Pedagógico lo cerró en 2004; mientras el Colegio María Auxiliadora, de Chalchuapa, llegó hasta 2011 dando ese servicio pero para niñas huérfanas, afirmó Sor Marta Lilian Burgos, directora de la escuela parvularia que opera en el edificio. ¿Por qué cerraron? Para Marta Daisy Reyes, vicaria de la congregación Hijas del Divino Salvador de Jesús, el cierre de los internados fue porque las universidades abrieron carreras en el ramo de la Pedagogía.En el caso del Centro Pedagógico Ana Guerra de Jesús, dice Reyes, cerraron porque el Ministerio de Educación les comenzó a pedir una serie de requisitos como que los profesores tuvieran grado de maestría, mejoras en infraestructura y reducción de estudiantes.Reyes cree que en los antiguos internados la formación era más personalizada y más controlada y que la guerra les ayudó a mantenerse porque los padres hallaban en esta modalidad una forma de proteger a sus hijos.En eso coincide Sor Nilda O’Connor, de la parvularia María Auxiliadora, de Chalchuapa, cuando dice que en la zona occidental no había colegios seguros, por lo que se abrió el internado para alumnas que pudieran pagar, pero que la población fue disminuyendo porque surgieron nuevos colegios.
Sor Reyes confirma que la vida en el internado estaba bien organizada y apegada a horarios. Se levantaban a las 5:30 a. m., una hora después asistían a misa y luego desayunaban; de 7 a 12 meridiano recibían las clases y de 2 a 4 p. m. hacían tareas. Lo que seguía era la merienda, las tareas de limpieza de sus habitaciones. A las 6:30 p. m. cenaban, luego tenían hasta las 8 de la noche para hacer deporte u otra recreación.
“A las 8:00 había ‘las buenas noches’, se les daba una reflexión, un pensamiento positivo, y si había alguna cosa que no estaba bien o alguna medida disciplinaria, algún aviso, se les hacía saber en la sala de estudio. Cada quien rezaba sus oraciones antes de dormir. Había una asistente que supervisaba que a las 9:00 p. m. estuvieran todas las luces apagadas”, recuerda Reyes.
Según la religiosa, nadie tenía permitido quedarse levantada después de esa hora, excepto las que tenían que preparar alguna exposición o trabajo, y que durante el día no había podido cumplir con ello. Pero tenían solamente una hora adicional, es decir, las 10 de la noche.
Aparte de la carga académica, las alumnas tenían otros aprendizajes que iban desde aprender a pegar botones hasta tejer, bordar y coser. Aprender cocina era una opción.
¿Salían al exterior? ¿Se divertían?
Sofía, originaria de un cantón de Sonsonate, dice que cuando estudiaba en el Santa Inés, cada vacación como Semana Santa o las fiestas de agosto podían irse a sus casas.
Ella también recuerda que las monjas las sacaban de paseo cada jueves. “Recuerdo que nos gustaban esos paseos porque en los parques u otros lugares muchas veces nos encontrábamos con estudiantes internos del colegio Santa Cecilia y había cipotes bonitos, platicábamos con ellos”, dice con picardía.
Y es que en estos internados no había hombres. Sofía recuerda que todas las maestras y administradoras eran monjas. “El único hombre que yo recuerdo era el cura que llegaba a dar misa o el portero”, dice jocosa.
Pero siempre había alumnas que quebrantaban las normas con esto de los enamorados.
Sor O’Connor recuerda que una vez en plena clase, una estudiante logró que el novio le filtrara por una ventana una carta. La disciplina vino luego, recuerda con risa.
Nelly recuerda por su parte que las actividades recreativas se daban más que todo los fines de semana. “A veces nos sentíamos aburridas pero ellas (las monjas) nos ponían a tejer, a bordar; allí pasábamos las tardes de sábado y domingo. También nos llevaban a pasear al pueblo (Santo Domingo), otras veces a San Vicente, a San Sebastián a ver los telares, lugares cercanos”, afirma.
Sofía muestra su álbum fotográfico que cuenta su paso por los internados, de actividades como la celebración del Día de la Cruz pero también sobre sus paseos fuera del colegio como uno en el Cerro de Las Pavas, en Cojutepeque junto a sus compañeras.
Nelly recuerda que incluso la guerra rompió con el aburrimiento y les produjo aflicción. “En la noche llegaba la guerrilla quizás a atacar a los guardias, y escuchábamos la balacera; nos afligían, las monjas nos tranquilizaban y decían que nos colocáramos debajo de las camas”, recuerda.
Nelly pasó tres años interna y dice estar consciente de que era la forma que hallaron sus padres para alejarla de una zona de guerra como era Morazán. Para Sofía, quien pasó cuatro años interna, cree que lo aprendido en dos colegios fue una herramienta valiosa para enfrentar una vida muy dura.