Circo sin pan

Fue por las dos limosnas que los emperadores le tiraban, el pan y el circo, que el pueblo romano se corrompió a sí mismo y dejó que esa verdadera riqueza se perdiera

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La Selección Sub 23 realiza su tercer microciclo de trabajo. / Foto Por Jessica Orellana

Por Manuel Hinds

2020-01-09 7:32:05

Los romanos de la decadencia desarrollaron hasta su perfección la concepción de la política de pan y circo para hipnotizar a la población con la satisfacción de dos necesidades primitivas del ser humano, haciéndola olvidar otras necesidades más centrales a la condición humana, como la libertad, la educación, la salud y las virtudes éticas que caracterizaron a la Roma de la República. De esta manera los mantuvieron contentos y embrutecidos hasta que dilapidaron los medios que habían permitido dar ese pan y circo.
La caída de Roma, uno de los eventos más masivos de la historia, demostró que la historia no es linear y que el progreso no es eterno, de modo que una sociedad, incluso una tan desarrollada como fue Roma, puede retroceder y dejar detrás de sí sólo los recuerdos de las hazañas que alguna vez lograron. Igualmente, demostró que la grandeza depende no de riquezas materiales sino de las virtudes de los pueblos, concretadas en instituciones como el Derecho Romano y el concepto de civismo que los romanos vivían. El Imperio se construyó sobre esas instituciones y cayó cuando ellas desaparecieron.
Fue por las dos limosnas que los emperadores le tiraban, el pan y el circo, que el pueblo romano se corrompió a sí mismo y dejó que esa verdadera riqueza se perdiera. Sumido en el circo, el pueblo ni siquiera se dio de que el orden imperial estaba desapareciendo, que las legiones estaban dejando de protegerlos, que los jueces se estaban yendo, que ellos mismos ya ni podían leer, y de que había olvidado la grandeza de la cultura greco-romana. En pocos siglos, las grandes obras de ingeniería dejaron de construirse y las existentes dejaron de llevar agua a las ciudades y hasta de dar cobijo cuando comenzaron a convertirse en ruinas.
Entrando a la tercera década del siglo XXI, los salvadoreños haríamos bien en reflexionar sobre este proceso que llevó a la caída de Roma. No es que El Salvador haya escalado una etapa de desarrollo de la cual uno pueda decentemente decaer. Lo que para Roma fue caída, para El Salvador puede ser la interrupción de un incipiente proceso de desarrollo, que lleve de la pobreza a peor pobreza, por casi la misma razón que la caída de la Antigua Roma. Roma cayó por el pan y el circo. En El Salvador, estamos en peligro de caer por el circo sin pan.
Para reflexionar sobre este peligro se requiere calibrar lo que es circo y lo que es pan. Circo no sólo es un estadio más en una ciudad pequeña que ya tiene dos, sino también la hechura de un aeropuerto intercontinental para servir una metrópolis en una ciudad pequeñísima como San Miguel, que tendría que vivir de transferencias de pasajeros a otros países porque el tráfico de San Miguel a Qatar debe ser de un pasajero por cuarto de siglo, y en el que una transferencia de un vuelo de Qatar a Guatemala, digamos, requeriría no pasar de una puerta a otra sino un viaje de más de doscientos kilómetros al aeropuerto de Comalapa porque allí, cerca de la ciudad más grande, seguiría concentrado el tráfico aéreo. También es circo un tren de alta velocidad ligando dos ciudades que tienen un tráfico mínimo comparado con, digamos, Washington a Filadelfia, y en donde la población no tiene la capacidad de pagar cien dólares de pasaje de ida en el tren de la noche. Aquí no hay pan, sólo circo. El pueblo ya debería saberlo, porque ya tiene el espectáculo de un puerto carísimo en La Unión al que nadie quiere llegar, hecho para conectar a una zona industrial en la que no hay ni una empresa industrial, pasando por un canal por el que no pueden pasar barcos modernos. Después de unos años, la gente se da cuenta de que esos proyectos faraónicos ni para divertirse sirven.
Corromperse por este circo de bajísima satisfacción—ver trenes corroyéndose en estaciones podridas o aeropuertos convirtiéndose en ruinas en su soledad, futuras vistas comparables en placer sólo con el actual de ver un puerto pudriéndose sin barcos—sería no sólo inmoral sino también de lo más tonto. Es tiempo de que el pueblo deje de impresionarse con espectáculos de espejitos y humo y demande inversiones en capital humano y físico que de verdad impulsen el desarrollo nacional.

Máster en Economía

Northwestern University