En la mitología griega, Procusto es un posadero que tenía una sola cama en su mesón. Por la noche, mientras el viajero dormía, Procusto lo amordazaba y ataba firmemente. Tenía la obsesión de que sus huéspedes encajaran perfectamente en las dimensiones del catre. Si la víctima era alta, el posadero cercenaba las partes del cuerpo que sobresalían; por el contrario, si era pequeña, la descoyuntaba a martillazos y la estiraba hasta que llegara a los bordes del lecho.
Tengo para mí que esta imagen es acertada para tratar de comprender qué son las ideologías: sistemas para entender al hombre, al mundo, a la sociedad, que fuerzan la realidad hasta límites que terminan por deformar irremediablemente lo mismo que quieren comprender.
La ideología es un sistema cerrado de ideas, que se articulan de modo coherente para intentar estructurar la vida humana y la sociedad. No es un ensayo de comprensión, sino más bien de dominio: es la pretensión de pensar cómo deberían ser las cosas para luego “comprobar”, aplicando los postulados de la teoría, si son tal como se habían concebido. Con la peculiaridad de que, precisamente por su carácter cerrado, todo aquel dato que no coincida con la teoría, todo hecho que no sea capaz de ser explicado por las herramientas intelectuales con que se trabaja, es, simplemente, desechado.
Hace años investigábamos con mis alumnos la relación entre el nivel general de educación y el PIB de los distintos países estudiados. Uno de los expositores hizo una brillante presentación, mediante la que pretendía mostrar la dependencia directamente proporcional entre las variables. Al concluir, uno de los presentes hizo una pregunta “incómoda”: había echado en falta a Ecuador en el discurso: ¿por qué no lo había tomado en cuenta? El ponente tuvo que reconocer que como ese país no encajaba en su teoría (pues las exportaciones de banano y petróleo lo sacaban fuera del patrón de análisis), al no saber cómo explicar la “distorsión”, había optado, simplemente, por ignorarlo.
Así pasa con las ideologías: si la realidad distorsiona la teoría, peor para la realidad… pues las ideologías no están condicionadas por nada que no sea la mente del ideólogo. No están sujetas a los hechos, ni a la historia, ni a experiencias objetivas, pues todos éstos asuntos terminan siendo definidos como tales por la ideología misma.
Son una anticipación de la realidad, un proyecto que define qué y cómo han de ser las cosas, las personas, las sociedades. La ciencia no le sirve, la experiencia ajena tampoco. Para ser exitosa, una ideología necesita únicamente del poder. Por eso todas terminan analizando el mundo en términos de dominación y sometimiento, y dando pautas universales y coercitivas de comportamiento.
Le pasó a Marx, para quien todo lo que se saliera de las relaciones económicas entre clases sociales no era más que invento de los poderosos; le pasa a los alarmistas climatológicos, para quienes el ser humano es el principal factor de destrucción del planeta; le sucede a los (y las) combatientes de género, quienes ven el mundo a través del canuto del poder patriarcal y el sometimiento al macho. En los tres casos primero se concibió cómo deberían ser las cosas… y luego los creyentes se consagraron a intentar forzarlas para hacerlas entrar en su cerrada y limitada manera de pensar, y a combatir por todos los medios al “enemigo”.
La historia de Procusto no termina bien para él. Se cuenta que Teseo, rey de Atenas, se alojó en el mesón y retó al posadero a comprobar si su cuerpo encajaba en el lecho… cuando Procusto se tumbó en la cama, el héroe lo ató y terminó cortándole pies y cabeza. Un poco como sucede a las ideologías cuando son juzgadas por otras ideologías… o, mejor aún, cuando se contrastan sin prejuicios con lo que las cosas en realidad resultan ser.
Ingeniero. @carlosmayorare