El Santa Claus de Yungay

Mi hija creció con ese Santa y por siempre recordaré su arrobada carita de alegría al verlo entrar y escucharlo “jojojogear”. Hoy, ya adolescente y casi bachiller es una descreída del venerable anciano.

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Foto Por EDH-Shutterstock

Por Jorge Alejandro Castrillo

2019-12-27 7:59:22

¿Recuerda dónde estaba usted el domingo 31 de mayo de 1970 a las 3:23 de la tarde? Seguramente no, pero dé gracias a Dios que no se encontraba en Yungay, un pequeño pueblo del Callejón de Huaylas, un paraje con espectaculares paisajes en el departamento de Áncash al norte de Lima, en Perú.
Imagine usted un pueblito enclavado a 2,400 m.s.n.m. en el valle en medio de dos inmensas cadenas de montañas: la Cordillera Negra y la Cordillera Blanca, llamada así por sus picos permanentemente nevados, con elevaciones arriba de los 6500 m.s.n.m. (Para comparar, nuestros más altos volcanes se elevan a 2300 el de Santa Ana y el de San Miguel a 2130). Se está allí muy cerca del cielo: siempre hace frío a la sombra, el sol pega fuerte, quema rápido y, aunque con alguna dificultad por la altura, se respira un aire absolutamente puro. Ubique usted, en las cuatro esquinas de la plaza principal de la imagen que se está formando de este pueblito, cuatro inmensas palmeras; serán lo único que sobrepase en altura a la catedral que se alza a un lado de la plaza. ¿Ya está allí? Sienta ahora, por 40 largos segundos, un terremoto de magnitud 7.9. ¡Horrible!, ¿no? Lo que sigue ya nadie lo puede imaginar; se lo cuento. Ese fuerte sismo provocó el desprendimiento de un inmenso bloque de nieve del lado norte del Huascarán, un majestuoso pico nevado, que cayendo sobre un lago produjo un pavoroso alud estimado en 40 millones de metros cúbicos de hielo, lodo y rocas. Se estima que el mortal aluvión midió 1,5 km de ancho y que avanzó por 18 km a una velocidad promedio de 300 a 400 km/h arrasando con todo lo que encontraba a su paso. El pueblito entero de Yungay quedó soterrado bajo 20 metros de lodo. Después de su paso, sólo las 4 palmeras y parte de la catedral quedaron visibles. Todo quedó sepultado. Al menos 70,000 personas murieron bajo toneladas de piedras y lodo.
De las 300 personas que se salvaron, el grupo más grande fue el de los niños que habían ido al circo itinerante “Verolina” ubicado en una elevación a 700 metros de la plaza mayor. Uno de los sobrevivientes, el payaso de ese circo, era el salvadoreño Armando Peña, “CUCHARITA” por nombre artístico. Yo conocí en Perú al entrañable Cucharita en las reuniones y celebraciones patrias que organizaba al joven embajador salvadoreño que llegó a Lima a inicios de los años 80 y que, gracias a su paciencia, amor de patria y don de gentes, logró cohesionar a la comunidad de salvadoreños que allí vivían. Cucharita y su familia fueron grandes amigos y colaboradores de la embajada en ese tiempo. Más de una vez lo vi llorar al contar esa negra historia.
Las profesiones, ¿se heredan? Evidentemente que no, pero su hijo Gigio, paladeó el gusto por la actuación desde muy niño, trabajó en el arte del entretenimiento y para estas épocas navideñas se convierte en el mejor Santa Claus que he conocido. La primera vez que me topé con él fue gracias a la fina invitación de mis vecinos. Tenía mi hija dos años y desde esa corta edad, creció recibiendo un regalo directamente de las manos del mejor Santa Claus del país, quien gracias a su bien pensado y cuidado atuendo, se permite mantener siempre una misma apariencia: enfundado en su traje rojo ni envejece ni se hace joven, ni adelgaza ni engorda, siempre el mismo venerable anciano de espesa barba blanca, buena estatura, anchas espaldas y abultado vientre. La reunión era siempre en la casa de alguna de las hijas de mis vecinos. Empezábamos a llegar ya vestidos para la ocasión, alrededor de las siete, pero habíamos enviado antes el regalo que Santa entregaría a la niña con una pequeña nota con algún buen detalle de ese año. Cuarenta y cinco minutos después, los niños eran llamados al jardín interno para que vieran llegar el trineo de Santa (pocos lo lograban, a pesar del detallado relato de mi vecina), se escuchaban luego campanadas a la entrada de la casa y, en medio del infantil griterío, aparecía nuestro querido Santa acompañado de una bella Mamá Claus, de un par de elfos que le ayudaban a cargar y pasar los regalos y de Rudolf, el reno que guiaba su trineo de casa en casa. Congregados en torno suyo junto al árbol de navidad, uno por uno, los niños iban siendo llamados con una grave pero dulce voz en la que oían las cosas buenas que habían logrado durante el año y aquellas que constituían su “oportunidad de mejora” para el próximo. Mi hija creció con ese Santa y por siempre recordaré su arrobada carita de alegría al verlo entrar y escucharlo “jojojogear”. Hoy, ya adolescente y casi bachiller es una descreída del venerable anciano. No tuvo regalo ni falta que le hizo, más preocupada por la hora en que llegaría el novio. Para la hija de los muy ocupados y distinguidos anfitriones de esta ocasión esta sería su primera Navidad. Ya reunida la familia y algunos pocos invitados, Santa Claus apareció y repitió la rutina de distribuir los regalos entre los niños que gozaron abriéndolos. Obviamente, la recién nacida recibió el suyo junto a las primeras palabras que Santa le dirigió. Por la atenta y plácida manera como lo veía, se diría que la niña entendía las dulces palabras del anciano. Noche de paz, noche de amor, todos gritan en derredor…
Llegada la hora de partir, al despedirnos, deseé al flamante padre de la niña una Feliz Navidad y un mejor año nuevo.
—Pero este año nos fue bien— replicó.
—Por eso mi deseo es por un mejor 2020— respondí.
—Bueno, si nos va mejor que este, ya la hicimos— concluyó.
Es lo mismo que les deseo a todos ustedes, queridos lectores: un año 2020 pletórico de logros y sueños cumplidos. Que Dios nos ayude para que eso así resulte.

Psicólogo.