Escuchar sin juzgar a la persona es una de las habilidades más difíciles de adquirir en el ejercicio profesional de la psicología clínica. Desarrollar tal habilidad no es fácil, requiere práctica y mucha concentración para acompañar a las personas en su proceso de crecimiento. En la clínica, las personas son escuchadas de manera diferente a lo usual. Es una de las razones por las que se cobra ese tiempo: uno de los participantes está trabajando. No es fácil escuchar sin juzgar. También se debe aprender a guardar y callar lo escuchado fuera de ese espacio privilegiado de trabajo. Más en una sociedad como la salvadoreña, pequeña y hablantina, “donde todos se conocen”.
Hace varios domingos, con gran dolor, enterramos a una amiga de toda la vida. Una bella amiga que vivió intensamente para ella y para los demás. Fuimos compañeros fugaces en el kindergarten. El tiempo que allí compartimos fue corto porque yo me retiré pronto de ese colegio debido a una compañerita a quien nunca pude identificar con certeza. Se sentaba ella en mi fila, dos o tres pupitres delante mío. Casi cada día de clases, se le caía el sacapuntas, el borrador, algún lápiz y sin cuidado ni pudor —como nos conducíamos los niños entonces, como debería poder conducirse cualquier niño en cualquier tiempo— se agachaba a recogerlo. Quienes estábamos atrás quedábamos expuestos a un calzoncito de revuelos que, aunque delicado y bello, atentaba contra mi inocencia y candor infantiles. Yo no podría haber confesado tal causa ante mis padres, pero insistía en no asistir más a ese kínder. Para suerte mía, jesuitas de aquella época, que se habían quedado visitando mi casa con asiduidad, opinaban que yo debería asistir a un colegio solo de varones. El de ellos, claro. Después de eso, con la amiga, contactos muy esporádicos. Sabíamos quién era cada quien, pero no compartíamos mucho.
Mi amiga, aprendí luego, fue intensa: en su vida de servicio, en su vida personal, en sus aficiones y en su vida social. No fue corta ni de belleza, ni de luces, ni de fe, ni de mando, ni de presupuesto. Y muy llevada de su cabeza. Cuando volví de mi maestría, supe que ella había estudiado Psicología. Poética como es, la vida nos volvió a juntar cuando inscribimos ambos el “Doctorado en Métodos de Investigación para Psicología y Ciencias de la Salud”. Aquel lejano día inaugural del doctorado, el tráfico me hizo arribar al filo de la hora de inicio de la primera clase. Su finísima estampa había hecho que los demás compañeros eligieran no sentarse junto a ella; era ese el único puesto vacío en el salón. Me vio al entrar, me hizo señas y compartimos banco de estudios nuevamente. Desde entonces no dejamos de vernos. Tramposa como es, la vida me puso en una situación difícil después. Ha sido una de las veces en las que recuerdo haber aplicado a mi vida fuera del trabajo la competencia laboral de acompañar sin juzgar.
Un día supe que había sido internada en el hospital. Acudí a visitarla, pero estaba en cuidados intensivos y no se la podía ver. Yo estaba convencido que saldría de ese lance fortalecida, ¡había superado tantos otros antes! La muerte alcanzó a la doctoranda luego de semanas de lucha. Su misa de cuerpo presente me será inolvidable: una iglesia llena de gente que la conoció, un sacerdote que hizo lo posible por no quebrarse del todo durante la homilía que le dedicó, una hija bella, regia que representó a sus hermanos de manera impecable.
Para quienes creen, Dios es inmensamente sabio. Y bueno. Y compasivo. Y amoroso. Hace las cosas de la mejor manera, así y nosotros no siempre lo comprendamos (“Hágase Tu voluntad, en la tierra como en el cielo…”). En su inmensa misericordia, quiso que ese tiempo que padeció mi amiga fuera un tiempo para reponerse, para aclarar y despejar su cabeza, para llegar a términos con quienes importaba que lo hiciera, para poder presentarse ante Él, humilde y mansa como Él quiere que nos conduzcamos, pero como a ella le era tan difícil hacerlo. El sacerdote la conoció bien y la retrató mejor. Sus hijos supieron ser entonces los que toda madre quiere tener: entregados, obedientes, amantísimos. Estuvieron a despedirla sus amigas, sus conocidos, aquellos a quienes ella tocó de manera que nosotros acaso nunca sabremos. La extrañaron desde ese mismo domingo. La lloraron.
No es fácil querer sin juzgar. Escuché por esos días muy duros comentarios de algunas personas que se decían sus amigas. No es fácil querer sin juzgar, me repetí. Entender que los adultos somos responsables únicos de nuestros propios actos, ayuda. Si los otros no actúan como nosotros quisiéramos que actuaran o como creemos que deberían actuar, ¿quiénes somos, al final, para juzgar la vida de los demás? Ella estará ya feliz con su nana, con sus padres, con su amiga que fue su hermana. Como siempre, el trago amargo es para quienes se quedan. Lo hacen más amargo quienes, con poca caridad y tanta facilidad, juzgan.
Psicólogo.