“Don Luis” o “Lucho” como le decían cariñosamente, laboró como editor de El Diario de Hoy, en donde ayudó a formar a varias generaciones de periodistas.
El periodista Luis Fuentes Hernández, “Lucho”, falleció ayer a causa de una complicación respiratoria, asistido por sus familiares más cercanos.
Originario de Olocuilta, perteneciente a una familia de agricultores, Lucho, como le llamábamos los amigos, cursó en la década de los 40, sus estudios en San Salvador, en el Colegio García Flamenco, entonces bajo la dirección del venerado Maestro Rubén H. Dimas, para luego ingresar a la Universidad Nacional, donde estudió hasta el tercer año de Psicología.
Por presiones económicas abandonó la carrera y, a finales de esa década, consiguió empleo en El Diario de Hoy, prácticamente el único que desempeñó durante su vida, en una singular paridad de entrega apasionada a una nueva disciplina, el periodismo y, dentro de él, al delicado y difícil ejercicio de la edición.
Editar, para los no familiarizados con el término, es el acto de revisar de manera integral textos, lo que a su vez implica no sólo su lectura, corrección ortográfica y ajustes sintácticos, o de estructura gramatical, sino también la interpretación de lo que los autores quisieron decir en su momento. Lo primero es casi mecánico, esto último, un extenuante desafío al entendimiento lógico, a la intuición y a la estrecha e inexcusable interrelación con los autores.
Los primeros años
Luis se inició en el Diario como encargado del Departamento de Noticias Internacionales, en los años cincuenta, mucho antes del boom tecnológico. La empresa contaba entonces con un radioreceptor marca Hallicrafter, de patente alemana, en el cual escuchaba las noticias transmitidas, por onda corta, desde las emisoras de noticias de Europa y América. Tomaba notas de los más importantes acontecimientos mundiales para publicarlos en la edición del día siguiente.
Pronto su correcto uso del idioma y su impecable conducta laboral, buen trabajador —silencioso y eficiente, como una máquina de relojería—, captó la atención de los directivos de la empresa quienes, además de su tarea diaria, le asignaron la que por entonces se llamaba “corrección de estilo” o “corrección de pruebas”. Esta última se practicaba en largas tiras de papel, impresas directamente de las galeras de textos vaciados en una aleación de plomo y estaño, por una maravillosa obra de ingeniería mecánica llamada Linotipo, tecnología de punta que, a la sazón, había potenciado la velocidad de levantado de textos para la impresión en caliente de los grandes periódicos del continente.
En la sala de redacción del antiguo edificio del Diario, vecino al Mercado Central, en medio del ruidoso teclear y el retintín del ir y venir del rodillo de las máquinas de escribir Remington y Royal de los redactores, Luis pasaba las horas encorvado sobre las tiras de pruebas poniendo al margen del papel la misteriosa signatura de la edición que sólo entendían los correctores de oficio y los levantadores de texto en metal. La imagen más aproximada al incansable editor era la de un monje benedictino copiando textos antiguos. En el caso de Luis se trataba de la lectura y corrección de los miles de caracteres de la edición diaria.