Conocí, por casualidad, al profesor Choi a los 8 años: acompañé a la clase a mi amigo Roberto, con quien jugábamos en casa. El profesor se había radicado en El Salvador respondiendo a una petición del gobierno de nuestro país a su contraparte coreana. Su respuesta fue enviarle a su “mejor joven maestro”.
Comenzó a dar dar clases primero junto a su cuñado, el maestro Won Jin Park, hermano de la señora Choi y su gran amigo, el monumental Maestro de Judo Master Song. Tengo remotas pero definitivas memorias de esas primeras clases, conocí qué era sudor y qué era dolor, aprendí las formas básicas, mis primeros bloqueos, mis primeras patadas, mis primeros puños, mis primeros callos y, aún más importante, la estructura básica de la disciplina.
El tatami de lona blanca flotaba sobre un colchón de granza de arroz, la fórmula del tatami tradicional coreano que importó el profesor. Recuerdo a los hijos del profesor Choi, mis queridos amigos: su hija Heui Young y su hermano Il Young, que eran un poquito mayores que yo, y a la pequeña Lucía, la única que nació en El Salvador. Con la familia Choi tuvimos el privilegio de desarrollar una amistad personal y de vida.
Una de las muchas hazañas que vi con mis propios ojos y que tengo tatuadas en memoria indeleble: tenía un golpe de “cuchillo” de tal velocidad que con un hachazo volaba la cabeza de una botella de vino sin que se moviera el resto de la botella. También recuerdo que, cuando practicaba judo, las caídas que provocaba el profesor a sus contrincantes hacían, literalmente, temblar el edificio del gimnasio, que estaba en un segundo piso.
El profesor Choi nos enseñó el significado de la competencia. Competir poniendo todo el esfuerzo personal, ser contrincantes feroces, pero nunca alejaba la mirada el profesor Choi como árbitro, que no nos lastimáramos ni nos pasáramos a pelear con hígado.
Al comienzo y al final de cada contienda, a todos los contrincantes nos hacía ejecutar reverencia mutua, en un gesto de respeto a la contraparte. Siempre. Al principio y al final. Con Roberto, con quien el profesor nos pareaba con frecuencia, peleábamos para vencer sobre el otro, pero no importando qué tan dura había sido la pelea, siempre había reverencia y genuflexion al final, sellado por un estrechar de manos.
La disciplina y metodología nos hizo crecer como karatecas. Forjó en el caso de Roberto y el mío los cimientos de una vida de atletas: ambos continuamos a los 52 y 53 años practicando a diario diferentes deportes.