Un camposanto abandonado en el pequeño poblado de Guerrero Negro, Baja California Sur, México, es el escenario donde se escuchan risas de niños y ruidos de juguetes.
Se trata del Panteón de Niños de Chaparrito, un camposanto dejado a su suerte, y que hoy genera relatos de terror entre los pobladores vecinos.
El lugar, justo a la mitad del camino entre La Paz y Ensenada, no tiene bardas ni paredes, y las tumbas solo son reconocibles por las cruces de madera que se colocaron a ras de suelo. La información de las personas que las ocupan fue borrada por la brisa marina y la sal que las golpea con el viento, y solo algunas lápidas de cantera sobreviven al calor del desierto californiano. El cuadro en verdad es tétrico.
El cementerio cuenta con alrededor de 70 tumbas, las más nuevas procedentes de la década de los años cuarenta.
Según dichos de los pobladores, una extraña enfermedad azotó la región que atacó solamente a pequeños menores de diez años, y para que los cuerpos no multiplicaran los contagios, las autoridades recomendaron a los padres enterrar a sus hijos en las afueras del pueblo, donde no pudieran hacer daño, de acuerdo al periódico Excélsior.
Vecinos de Guerrero Negro juran haber visto en altas horas de la noche y por las madrugadas a muchachitos jugando pelota, cantando alegres o paseando en triciclos en las afueras del pueblo: son los niños de las cruces con el mensaje de que nadie los olvide, aún y cuando más temprano que tarde los vestigios de sus tumbas abandonadas habrán desaparecido con el viento y la arena.
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La mujer de la tumba y el llanto de un niño son algunos de los personajes que protagonizan estas vivencias.