El domingo 20 de julio de 1969, la historia planetaria cambió. Dos seres humanos posaron sus pies sobre la Luna y así abrieron las puertas a la exploración del único satélite natural de la Tierra.
Ixchel o Meztli. Para los antiguos pueblos mesoamericanos, ambos nombres hacían referencia a aquel enorme disco con color “piel de conejo” que salía por las noches y cuya observación detallada les permitiría la creación de los primeros calendarios para rituales, siembras, festividades mundanas y muchas actividades más en sus vidas cotidianas y gubernamentales.
Con el paso de los siglos y la llegada de las tropas conquistadoras europeas, la fascinación por la Luna, sus fases y sus eclipses no decayó, sino que se adaptó al nuevo culto al Sol, a su calendario y a sus rituales conexos. Era otra ya la connotación de la divinidad, porque el Sol pasaba a ocupar el centro del universo conocido, hasta que llegara un tal Galileo Galilei a desmontar aquella arraigada creencia.
En la zona de Izalco, los narradores orales contarían durante muchos años las pasadas o vivencias de Tío Conejo y Tío Coyote. Una de las más recordadas es cuando el primero engaña al segundo con que la Luna es de queso y que se la puede comer si se lanza de cabeza a un charco que la refleja en el suelo, en una prueba obvia de la inteligencia del oprimido contra la ignorancia y la fuerza bruta del opresor.
Los rayos e influjos lunares influían en muchos aspectos de la vida dentro del Reino de Guatemala. Por un lado, regulaban las menstruaciones de las mujeres en estado fértil. Por otro, marcaban los momentos de máxima locura de los orates y débiles mentales, a los que no en balde se les identificaba como lunáticos. Además, los poetas alzaban sus liras y versos para cantarle a los parajes desnudos del único satélite natural de la Tierra, con la ilusión de que conspirara a su favor para ganarse el afecto de alguna doncella o mengala en la que hubieran puesto sus ojos y su corazón. Hijos de la Luna, al fin y al cabo.
En la tarde del 20 de septiembre de 1889, en el Paraninfo o auditórium de la Universidad de El Salvador, situada entonces al costado poniente de la Catedral de San Salvador, la joven Antonia Navarro Huezo(1870-1891) defendió su tesis La luna de las mieses, con la que obtuvo su grado doctoral en Ingeniería Topográfica. Así, con gran destreza en el manejo de fuentes astronómicas internacionales dedicadas a la Luna -entre ellas, las de la afamada Ada Lovelace-, la primera mujer doctorada en la región centroamericana desmontó uno de los mitos que rodeaban a las apariciones periódicas de aquel trozo rocoso suspendido en el firmamento.