La última erupción del lago de Ilopango fue en 1879
Hace casi 140 años, la caldera y riberas de ese lago salvadoreño de 72 km2 y 230 metros de profundidad comenzaron a estremecerse con violencia. Luego de los temblores surgiría la lava y, tras ella, el paisaje heredaría dos nuevos islotes.
En su libro Temblores y erupciones volcánicas en Centro América (San Salvador, Imprenta nacional, 1884), el artillero francés Ferdinand-Marie Bernard, conde de Montessus de Ballore, documentó 137 erupciones en toda la región centroamericana desde 1526 hasta 1884.
En esa obra pionera, se estableció la independencia entre los fenómenos sísmicos y los de naturaleza volcánica, en un prenuncio de la actual teoría tectónica de placas. Montessus de Ballore dejó anotado que era importantísimo fundar y mantener observatorios científicos para que la región pudiera, “por previsiones científicas, como se hace ahora para las tormentas, poner sus ciudades al abrigo de las ruinas que tantas veces las han devastado”. Aquello era consecuente con el pensamiento que lo llevó a fundar, en 1883, el primer observatorio científico de El Salvador y Centroamérica, mientras prestaba sus servicios como asesor para el ejército salvadoreño.
La sugerencia de Montessus de Ballore se basaba en hechos recientes a su estancia en San Salvador. Entre el 21 y el 31 de diciembre de 1879, San Salvador y la zona circundante del lago de Ilopango sufrieron una serie de más de 600 temblores, con intensidades y magnitudes variadas. Uno giratorio, de 50 segundos, ocurrió a las 00:38 horas del domingo 28, causó la ruptura del hilo telegráfico, rajaduras en los suelos y terrenos cercanos al lago, derrumbes varios, graves destrozos en edificaciones públicas y privadas del pueblo de Ilopango, la aldea de Asino y la ciudad de San Vicente.
Como resultado de ese evento y de cuatro réplicas, las aguas del lago se agitaron y en algunos puntos llegaron a la ebullición. Surgieron nuevos manantiales en las riberas del lago y murieron grandes cantidades de aves y peces, quizá a causa de las emanaciones nauseabundas de gases sulfurosos que se producían en aquellas aguas lacustres, que variaron su coloración entre el verde, el blanco lechoso y otros tonos más oscuros.