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Dos semanas después, cinco personas más enfermaron: la madre, otra hija, dos doncellas y el jardinero. Los casos sorprendieron porque antes no se había dado ningún caso en aquella localidad de verano. El propietario de la casa temía no volver a alquilar la propiedad si se daba a conocer la noticia de los contagios por la fiebre, entonces mandó a llamar a un afamado doctor, conocido como George Soper para que investigara los casos.
Después de una exhaustiva investigación y estudios en el agua, los alimentos y vías habituales de transmisión no se descubrió la bacteria. No obstante, Soper descubrió que los lugares donde trabajaba Mary Mallon las personas enfermaban, pero ella nunca había enfermado.
Después del hallazgo del médico, ella dejó de trabajar con los Warren y él tuvo que ir a buscarla a su casa para solicitarle una muestra de heces, pero ella se negó. Finalmente, con una orden municipal y después de algunas horas de forcejeo se logró obtener la prueba. Al analizar las muestras, los resultados revelaron que Mary Mallon contenía las bacterias que transmitían la enfermedad.
Fue entonces cuando dijo que ella era una “bomba biológica humana” porque difundía la fiebre, pero ella no era afectada.
Según los datos, Mary Mallon habría contagiado a decenas de personas en las siete casas en las que trabajó entre 1900 y 1907, con un fallecido. Después de este descubrimiento se decidió aislarla en cuarentena en la isla de North Brother durante tres años.
Después de ese tiempo, María Tifoidea fue liberada por un juez bajo la promesa de no volver a trabajar de cocinera. Sin embargo, en 1915 se dio un nuevo brote de la fiebre en una maternidad de Nueva York, las investigaciones llevaron a una cocinera identificada como Mary Brown.
Brown no era otra que Mary Mallon, quien había vuelto a trabajar como cocinera porque era el único oficio con el que podía ganar suficiente dinero para subsistir. A pesar de las pruebas médicas y los hechos, ella nunca aceptó que fuera la transmisora de la bacteria y siempre proclamó su inocencia, aferrándose la hecho de que nunca había enfermado.
En esta ocasión, la condena fue definitiva y fue puesta en cuarentena durante más de dos décadas, hasta su muerte en 1938, por una apoplejía, con 69 años de edad. En la autopsia se confirmó la persistencia de las bacterias en el interior de su cuerpo. Durante todo ese tiempo, se convirtió en la encarnación de la maldad para los abundantes periodistas que la visitaban para oír su versión; eso sí, los reporteros eran advertidos de que no le aceptaran ni siquiera un vaso de agua.
Curiosamente, cuando murió, trabajaba de técnico de laboratorio en su hospital de reclusión. La cuenta oficial habla de 53 infectados, de los cuales fallecieron tres. Muy probablemente fueron más, imposibles de contabilizar.