El papá Harley

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Por Ivanna Valeriano

2018-05-25 9:31:25

Mi hija Nathalie nació el 17 de mayo del 2002 y fue prematura. Estuvo 28 días en la unidad de Cuidados Intensivos en el South Miami Hospital luchando por su vida.

La Unidad de Cuidados Intensivos tenía una pequeña antesala con dos lavamanos, múltiples jabones y alcohol, varias batas, gorros y casilleros para dejar algunas pertenencias.

Antes de ingresar a las incubadoras donde estaban nuestros hijos, teníamos que lavarnos muy bien, ponernos las batas y cubrirnos el cabello con unos gorros e incluso sacarnos los aretes, pulseras, etc.

Eran muy estrictos con sus procedimientos de higiene y siempre había una enfermera supervisando a los padres o familiares que ingresaban.

Es triste decirlo y mucho más recordarlo, pero había tantos niños en esa unidad que siempre había una pequeña línea que se formaba, pero todos ya conocíamos la rutina e íbamos preparados sin ningún accesorio que nos pudiera retrasar.

Incluso ya nos conocíamos y saludábamos cada mañana.

Yo siempre llegaba muy temprano, corriendo para poder estar cerca de mi Nathalie.

Recuerdo una mañana que entré y ya había una línea más larga de lo normal en dicha antesala.  Pregunté qué pasaba y me señalaron al responsable de la demora.

Había un hombre corpulento y grande. Estaba cubierto de tatuajes, aretes, piercings, una gran barba y vello por doquier. Era el típico estereotipo que imaginamos cuando vemos a un grupo de motociclistas montados en sus Harley Davidson.

Una de las enfermeras le pidió que se hiciera a un lado para sacarse el chaleco de cuero que llevaba y le acercó una bolsa para poner sus aretes, pulseras, collares etc. Le indicó que tenía que ponerse unos botines azules que debía usar en vez de las botas sucias que llevaba. Le dieron además un barbijo para cubrirse la barba.

El, hizo todo cuanto se le dijo de forma sumisa y casi graciosa pues poco a poco se fue desprendiendo no solo de sus accesorios, sino que de media personalidad y terminó con la bata, el gorro y los botines azules que le dieron, transformándose en alguien que ni él mismo supo quién era.

Yo estaba desesperada por ingresar, así como muchas de las otras mamás.

Hoy, siento vergüenza al recordar la forma en que de seguro todas nosotras lo miramos reprochando nuestro retraso.

Una vez adentro, me acerqué a mi hija como todos los días esperando rápidas mejorías para poder llevármela por fin a casa.

Este “papá motociclista” quien se ganó el apodo de “Papá Harley” entre el resto de las mamás y enfermeras, se sentó unas 4 estaciones más adelante, casi frente a mí y pude verlo todo el día al lado de la incubadora de su niña. Sabía que era una niña porque ponían un listón rosa o azul sobre el nombre del bebé en cada estación.

Allí sentado al lado de su hija en una de las sillas se veía tan fuera de lugar como un gigante en una silla pequeña con una bata y un gorro aún más pequeños, tratando que no se salieran unos mechones rebeldes de su frondosa cabellera y acomodando todo el tiempo el barbijo en su rostro.

Sentí pena por él porque se notaba visiblemente incómodo, pero debo reconocer que más pena tuve de haberlo mirado mal cuando estuvo cambiándose.

Así pasaron los días y debo decir que vi a ese padre todos los días, con toda esa incomoda indumentaria desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche. Todos los días, allí, sentado al lado de su niña.

En cada incubadora había cuatro pequeñas ventanas por donde podíamos tocarlas. Lo vi tantas veces introducir con dificultad su gran mano que era más grande que la misma niña y le tomaba con sumo cuidado los deditos.

Lo vi al lado de su niña todos los días, allí sentado, sonriendo, llorando, durmiendo, todos los días.

A la mamá solo la vi una vez de todas las semanas que estuve allí, no sé si tendría alguna complicación médica porque la única vez que la trajeron, ella estaba en una silla de ruedas y luego desapareció por completo.

Muchas de las mamás y de las enfermeras de seguro nos imaginábamos alguna trama novelesca al ver a este singular papá, solo, al lado de su niña.

¡Qué lección nos estaba dando aquel hombre!

Una vez que los bebés estaban más fuertes podían empezar a comer. Ya sea formula o la propia leche de la mamá, previamente extraída, almacenada y calentada a la temperatura perfecta.

Esa primera leche no era más que dos centímetros de una jeringa. ¡Dos centímetros!!

Esa era la graduación o retroceso de muchos de los bebés y la depresión o alegría de muchas de nosotras.

¡Cuando Nathalie se tomó sus dos centímetros yo, me sentí en la gloria!

El día que le tocó tomar la leche a la bebé del “Papá Harley” todas nos dimos cuenta porque él llegó todo afeitado y con unos jeans y una camiseta cualquiera. Solo lo reconocimos por su gran cabellera sujeta en una cola desordenada y por sus botas.

Nunca olvidaré el brillo de sus ojos cuando la sostuvo y le puso la jeringa en los labios.

Se imaginarán que dos centímetros de leche en una jeringa pasan muy rápido por los labios de un bebé, pero él los hizo durar una eternidad.

Estábamos frente a frente, levantó la mirada y me sonrió. Nos sonreímos por largo rato como una pequeña conversación silenciosa que los dos bien comprendimos pues ambos sabíamos la sensación de esa pequeña victoria.

Sabía muy bien todo lo que estuvo sintiendo esos largos días, no importaba que fuera hombre, que fuera motociclista. Los dos, así como todas las otras madres y sus hijos estábamos allí en la misma situación, con el corazón destrozado, rogando porque nuestros hijos no se nos fueran entre los dedos, que nos regalaran un poco más de tiempo junto a ellos y quien sabe tal vez atrevernos a pedir la eternidad junto a ellos.

Sabíamos lo que era el sentirse impotentes ante la fragilidad de nuestra humanidad. El sentirse cansados y solos, enojados o temerosos. En fin, toda esa terrible gama de sentimientos que se puedan imaginar reina en los corredores de muchos hospitales con familiares preocupados, desgarrados, enojados o preocupados por el futuro de sus seres queridos.

Al final, sentí rabia de haber tardado tanto en darme cuenta de que, en medio de las tragedias, todos somos iguales.

¡Todo eso lo aprendí con una simple mirada!

Una semana después Dios me dio el regalo de poder sacar a mi Nathalie de ese lugar.

Fue un día de alegría con una mezcla de temor por la aún fragilidad de mi hija y me preparé con sumo cuidado, con miles de preguntas y múltiples dudas de las tantas recomendaciones que me dieron las enfermeras que para ese entonces ya se habían convertido en mis amigas.

Antes de salir me acerqué POR FIN al “Papá Harley” y le dije que esperaba que su niña mejorara pronto y que sentía no haberme acercado antes. No recuerdo ni que tontas excusas le dije de que quería darle su espacio y de ser discreta. En fin, tonterías que se dicen cuando no sabes qué decir.

Nunca olvidaré lo pequeña que me sentí cuando se levantó y me dio su gran mano y me dijo: ”Enjoy your Little girl. But mostly, … enjoy being a mom” (“Disfrute de su niña. Pero, por sobre todo, disfrute el ser mamá.”)

Sentí una punzada en el corazón al darme cuenta de la sabiduría y bondad que casi no alcanzo a ver pues se ocultaba bajo todo ese cabello y esas grandes botas.  Cuántas otras enseñanzas se me habrán pasado por alto al haber juzgado y depreciado a personas por su simple apariencia, por exteriores tal vez sucios y obscuros que tal vez cubrían glorias.

Nunca terminaré de reprocharme el no haberle preguntado su nombre, sobre su vida, de donde era, quien era y por qué estaba tan solo.

Hoy quisiera tener la respuesta a todas esas preguntas para poder detallarlas en este relato, y poder deletrear con mayúsculas la verdadera identidad del “Papá Harley”.

Es por eso, que ahora siempre camino con un corazón abierto y presto a escuchar la voz de todo motociclista, mendigo, médico o barrendero, pues no vaya a ser que me pierda la oportunidad de volverlo a encontrar y poderle de una vez preguntar su nombre, su apellido y todo lo demás.

Colaboradora de
El Diario de Hoy
samnatediciones2016@gmail.com