Corea olímpica

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Por Ian Vásquez*

2018-02-13 8:17:00

Las olimpiadas suelen enfocar los ojos del mundo en las supuestas maravillas del país anfitrión, que además las aprovecha para hacer mercadeo geopolítico. Frecuentemente, todo termina siendo un espectáculo desagradable.

Nada más hay que acordarnos de los últimos dos certámenes. Las olimpiadas de Rusia fueron una fiesta de sobregasto y corrupción por un régimen cada vez más autoritario. El Kremlin las usó para distraer a la comunidad internacional de su agresión contra Ucrania, que decidió invadir cuando concluían los juegos.
Las olimpiadas de Brasil se organizaron ante el descontento palpable del pueblo con su clase dirigente. Ya sabemos que la corrupción se extendió mucho más allá de los juegos y se exportó a América Latina.

Sin duda aprenderemos algo desagradable de la organización de las olimpiadas que se están realizando en Corea —es casi inevitable dada su naturaleza público-privada. Pero, a diferencia de los últimos casos, la historia contemporánea de este país anfitrión es admirable.

Esa historia la resalta todavía más el trasfondo geopolítico de estos juegos —la difícil relación entre las dos Coreas— pues evidencia una verdad impresionante: en la península coreana se encuentra un país asombrosamente exitoso junto a uno sumergido en la miseria, la represión y el subdesarrollo.

Es fácil estancarse en la pobreza, como lo ha hecho Corea del Norte. Lo que han logrado los surcoreanos, en cambio, debería inspirar al mundo en desarrollo. En pocas generaciones, un país con pocos recursos naturales, devastado por guerras y sumamente pobre se convirtió en un país desarrollado. En 1960, el PBI per cápita de Corea del Sur era de US$158. En el 2016, llegó a ser US$28,000. En el camino, se transformó del autoritarismo a la democracia. Corea del Sur ocupa un puesto alto (29) en el índice de libertad humana.

Es bien conocido que las políticas de apertura económica explican el despegue de Corea del Sur. Las marcas de sus grandes empresas, como Samsung o LG, también son muy conocidas. Es cierto que Estados Unidos brindó ayuda externa masiva al país durante muchos años, pero el despegue económico se dio solo luego de que EE. UU. cortó el flujo de fondos oficiales.

Según algunos expertos, el éxito coreano se debe no a la liberalización económica, sino a la política industrial, pues el gobierno coreano intervino en el mercado para favorecer a ciertos sectores, aunque cada vez con menor frecuencia. Ese argumento, menos común hoy que en años atrás, todavía se oye de vez en cuando en los países en desarrollo. Sin embargo, el récord de tales intervenciones es “decepcionante”, en las palabras de Deepak Lal, quien revisó los estudios y la evidencia al respecto. No incrementó la productividad, pero sí quitó recursos de sectores necesitados y aumentó la deuda y la inflación.

Menos conocida que la apertura, pero no menos importante, fue una reforma poco común en los países en desarrollo: una reforma agraria basada en la titulación de tierras. Luego de la Segunda Guerra Mundial, las tierras de los terratenientes japoneses —hasta entonces los colonizadores de Corea— se vendieron a los campesinos que trabajaban la tierra. De esta manera, la mitad de la tierra se distribuyó a dos tercios de la población rural, según el profesor John Powelson. En la práctica, esto no interfirió con la producción, pues los campesinos trabajaron las mismas tierras, solo que ahora les pertenecían.

La reforma agraria fortaleció así la propiedad privada y la extendió, destruyó una élite rural opuesta a la reforma y cambió la trayectoria del entonces país rural.
En ese aspecto, es parecido a las historias de otros países exitosos asiáticos —Japón, Taiwán, Hong Kong— que también se encuentran en las mejores posiciones entre los países del mundo.

Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 13 de febrero de 2018.

* Director del Centro para
la Libertad y la Prosperidad
Global del Cato Institute