El mito del votante racional

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Por Daniel Olmedo*

2018-02-01 8:13:32

“Desde una visión ingenua, la democracia funciona porque hace lo que los votantes quieren. A partir de una visión escéptica, falla porque no hace lo que los votantes quieren. En mi visión, la democracia falla porque hace precisamente lo que los votantes quieren”. Así comienza Bryan Caplan su libro, El Mito del Votante Racional.

El profesor Caplan cuestiona la imagen idílica de la democracia. Dice que así como suele hablarse de un fundamentalismo de mercado, habría también una religión de la democracia. De manera que intenta señalar sus fallas.

Sus cuestionamientos no se dirigen —como tradicionalmente ocurre— hacia la ética de los políticos. Arremete contra nosotros, los votantes.

El autor identifica desde su disciplina —la economía— algunos sesgos que suelen tener los individuos; no solo en la sociedad estadounidense actual —desde donde escribe Caplan—, sino en la historia de la humanidad. Cita los prejuicios antimercado, antiextranjero, pro-creación de empleo, y pesimista.

Por una parte plantea que es propio de la naturaleza humana que nos resulte difícil cambiar nuestra visión del mundo, nuestra ideología —que todos la tenemos—. Y por otra parte cuestiona la relevancia real que tiene un solo voto —dentro de cientos de miles— como instrumento efectivo para cambiar la realidad. A partir de esas dos variables construye un análisis económico que concluye que, entre una mala oferta electoral que promueve nuestra visión de mundo, y otra buena pero que cuestiona nuestros prejuicios, nos resulte barato inclinarnos por aquella que confirma nuestros sesgos.

Caplan descarta que los políticos gobiernen a espaldas del pueblo. Dice: “Un buen político es el que dice al pueblo lo que quiere escuchar; uno mejor le dice lo que querrá escuchar en el futuro”.

Así el autor apunta: “El gobierno de los demagogos no es una aberración. Es la condición natural de la democracia. La demagogia es una estrategia ganadora mientras haya un electorado prejuicioso y crédulo”. Sí, Caplan es provocativo; pero probablemente tenga razón.

En vísperas de elecciones parlamentarias y municipales solemos criticar que nos propongan la lectura de la Biblia en las escuelas para enfrentar la violencia, o que organicen en las comunidades mítines con pasteles, piñatas y candidatos haciendo acrobacias. Sería insensato que en un período en que los políticos buscan conquistar a los ciudadanos hicieran cosas que estos rechazan. Si llevan décadas haciendo y ofreciendo esas cosas, es probable que lo hagan porque son medidas efectivas electoralmente, y responden a demandas ciudadanas reales. Aunque nos cueste digerirlo.

“¡Qué bien habla!” es una expresión que suele escucharse para estampar un sello de confianza en un político. Pues así como algunos demandan delantales y cántaros, otros prefieren el humo de la retórica. Unos y otros no son muy distintos.

Hitler decía: “La percepción de las masas es muy limitada, su inteligencia es corta, pero su poder de olvidar es enorme. A partir de estos hechos, toda propaganda efectiva debe limitarse a unos cuantos puntos, y debe insistirse en ellos con eslóganes hasta que el último miembro del público entienda lo que tu quieras que entienda con ese eslogan”. Era un asesino, pero un genio en la propaganda y el control de las masas. Es aterrador escucharle; pero lo es aún más pensar que probablemente acierta en cómo nos diagnostica.

Finalmente Caplan esboza una respuesta ante esta realidad: la educación. Si la falla radica en nuestros prejuicios e ignorancia, el remedio no está en sustituir la democracia por una dictadura. La solución está en educarnos y educar; en cuestionar nuestros prejuicios, y hacer lo propio con los ajenos. Y eso debe ocurrir tanto en políticas públicas como en nuestra vida cotidiana.

*Columnista de
El Diario de Hoy @dolmedosanchez