En Verapaz escuchan llorar a un niño que se ahogó en estanque

Los pobladores de este municipio de San Vicente relatan historias que trascienden generaciones. José Barahona Martínez, de 74 años, y sus hijas detallan en primera persona algunas de estas historias del pueblo.

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José Barahona Martínez de 74 años.

Por Enrique Carranza

2017-10-31 4:09:01

Los oscuros y rústicos caminos que conectan los cantones del municipio de Verapaz, en San Vicente, y otros pueblos aledaños, de Cuscatlán, son los escenarios donde los “sustos” han hecho y hacen de las suyas.
Los “sustos” son personajes de la mitología popular salvadoreña, pero también se agregan narraciones de personas, entre ellos niños, quienes han fallecido en extrañas circunstancias y que luego aparecen o piden ayuda a los pobladores.

Algunos habitantes de la zona como José Barahona Martínez, de 74 años, además de sus hijas, Lorena y Magdalena, relatan esas inquietantes vivencias. Algunas de esas historias hacen que los vellos del brazo se ericen y en el peor de los casos se perturbe el sueño.

Chepe, como es conocido José Barahona, es originario del cantón Jiboa, en San Rafael Cedros, Cuscatlán, pero desde hace un poco más de 40 años vive en el cantón San Isidro, Verapaz, San Vicente.

Él es pequeño, flaco, poco encorvado; amable y educado en extremo; viste camisa celeste manga larga, pantalón oscuro y botas negras de hule. Saluda estrechando la mano y con una breve reverencia.

Su casa está al finalizar una calle de muy difícil acceso y la lluvia lo ha complicado aún más.

El Cadejo
En su tiempo de corralero, en el cual sumó más de 18 años en una hacienda, Chepe asegura que tuvo al menos dos encuentros con el Cadejo.

En esa hacienda, habían tres casas; una para los trabajadores, otra donde estaba la cocina y la del patrón.
En la propiedad no había electricidad, por las noches la luz la proporcionaban siete lámparas que funcionaban con queroseno.

Eran cuatro corraleros, quienes entre otras funciones, debían ordeñar 150 vacas durante la mayor parte de la madrugada.

“Tras encorralar todo el ganado, me iba a ver a una novia, pasaba por unos grandes potreros a las 11:00 de la noche; pero esa vez, cuando pasé a la par de unos matochos, estaba un animal negro, con los ojos rojos, saqué un cigarro y comencé a fumar, el animal caminó a la par mía, así terminé de llegar a la casa”, relata.

Al llegar a la hacienda, ese animal se fue de paso, en breve se comenzaron a escuchar los ladridos en el siguiente cantón, el Cadejo recién llegaba hasta allí.

“Al siguiente día, lo mismo, allí estaba en un matocho, y se volvió a ir conmigo, pero no le hice nada. Si se le hacía algo chifla, y ataca con otros”, explica.

La cucha y los cuchitos
Antes de comenzar a relatar sus experiencias, el anciano se acomoda en la sencilla cocina de su casa.
Juan Barahona, padre de Chepe, se dedicaba a hacer viajes en su carreta, a inicios de año, en la temporada cuando más se producía y transportaba dulce de atado entre el cantón Jiboa y el centro de San Vicente; allí estaba la Plaza del Dulce, cerca de la estación del tren. Ese recorrido se hacía en dos días, por la noche también se caminaba.

“En aquel entonces yo estaba pequeño, y acompañaba a mi papá. Cuando alguien le pedía la moralidad de llevar cargas de dulce, le pagaban 50 centavos de colón por cada carga, a veces hasta 12 le ponía a la carreta”, recuerda.

La moralidad a la que hace referencia Chepe es la petición de hacer un favor.

Cuando la noche caía, Juan le decía a su hijo Chepe: “Es mejor que te durmás, no vaya a ser…”, así el pequeño niño terminaba reposando sobre la carga; el dueño de la misma también les acompañaba.

Las palabras de Juan se referían sobretodo a la medianoche, pues casi siempre, aseguran que sucedía algo misterioso en la ruta.

“En el camino salía una cucha (cerda), con sus cuchitos (crías), era toda una manada, se cruzaban de un lado para otro, pero mi papá no les hacía nada”, narra Chepe.

El extraño encuentro terminaba cuando Juan fumaba puros y sin mayor atención para los animales, seguía su camino. “Después nos dijeron que era una mujer la que se convertía en mal espíritu, en la cucha, ella tiene como dos años que murió, ya estaba bien ancianita, sin fuerzas, vivía cerca de Jerusalén (municipio aledaño)”, recuerda aún con asombro.

Una noche de tantas, un primo de ella la descubrió.

“Él tenía la costumbre de andar siempre tabaco y ruda, esa vez, cuando se le apareció, masticó la ruda con tabaco y se la tiró a escupidas. La mujer aún convertida le dijo: No hagás eso, soy Francisca Díaz”, relata el septuagenario.

El primo la cuestionó, ¿por qué andás haciendo en eso?, y ella respondió: Vos sabes que soy pobrecita y lo hago para recoger algo???”.

La idea de esa mujer era asustar a las personas y que estas dejaran la carga, así la podía recoger después.
Tras ser descubierta, la cucha y los cuchitos ya nunca volvieron a salir.

El Cipitío
Los años que pasó trabajando en la molienda, también dejaron más de alguna extraña experiencia a Chepe.
“El Cipitío llega atrás de los hornos, donde se le pone fuego a los peroles, llega a comer ceniza. Siempre que nos levantábamos, allí encontrábamos los rastros”, detalla.

Añade que era como un perro “todo lanudito”. Eso era de noche, casi a la mitad.

El amatón negro

Otra situación que vivían quienes viajaban en aquel entonces entre el cantón Jiboa hacia Cojutepeque, ambos en Cuscatlán, era la aparición de un hombre, quién vestía de negro, fumaba puros y caminaba en cuatro patas.
“Se ponía cerca de unos amates, a media calle, la intención era similar a la de la cucha, esperaba que la gente se corriera y lo que llevaba lo botara, ya él iba con un saco a recoger”, relata Chepe.

Sucedió hasta que un hombre tomó valor y se fue en su búsqueda.

“Llevaba tres varejones con punta para darle golpes cuando estuviera recogiendo las cosas, y así fue. Todo lo varejonió. Al día siguiente, supimos que Jesús Fitoria había amanecido todo golpeado, él era quien se convertía en ese otro animal”, dice Chepe.

La Siguanaba
Cuando iba a ver a otra de sus novias, Chepe “ensillaba una bestia y se iba”, pero al pasar por un potrero, cerca de una ceiba, escuchó unos quejidos. “Al tercero, me dijo el nombre… Chepe, repitió dos veces”, comenta.

El caballo no quería pasar de allí, había una quebrada que en verano se secaba, pero en ese momento se llenó de agua. “Era una gran creciente la que bajaba, con las espuelas hice que saltara el caballo, después no lo podía detener, saltaba todos los falsos del potrero”.

Al llegar a la casa de la hacienda, el caballo estrelló la cabeza contra la pared. Chepe le quitó la silla y lo dejó con los demás, pero cuando se fijó, el animal estaba prendido en fiebre.

“A mí también me dio. Me froté alcohol en toda la cara y brazos, también me tomé dos pastillas, para que se me pasara”, relata.

“La Siguanaba era la que nos salió”, concluye, con risa nerviosa.

Los niños y su llanto
Lorena y Magdalena, las hijas menores de Chepe, mientras se mecen en hamacas, añaden algunas historias que han vivido en las cercanías de la casa donde viven.

Ellas coinciden y hasta terminan de hacer los relatos.

La primera experiencia sucedió uno de esos días cuando regresaban a casa tras asistir a la iglesia.

Al caminar en la calle principal del cantón, la cual parece una hamaca por la hondonada, escucharon el llanto de un niño, y los brazos se les erizaron. Esa no ha sido la única vez que les ha ocurrido.

Atrás de la casa de ellas hay estanque, el cual por mucho tiempo fue usado para los regadíos de la hacienda, y en más de una noche el llanto de otro niño ha salido de allí.

Lorena y Magdalena explican que el estanque mide unos 5 metros de profundidad por tres de largo y dos de ancho, además, dicen que lo que se ha dicho siempre es que un niño de ahogó allí, y él es quien también llora por las noches. “A veces, del monte se escucha una voz suave que pide ayuda, quizás es el mismo niño que se ahogó”, se preguntan entre ellas.

En el tiempo de bonanza, en la propiedad en la que hoy habita Chepe y su familia, había una próspera hacienda, hasta allí todo bien; sin embargo, un día de tantos, el dueño de la misma falleció. En el momento de la vela, una brisa suave y fría invadió el lugar donde estaba el ataúd, las luces se entre apagaron, y cuando los dolientes se percataron, el cadáver había desaparecido, un poco de monte estaba en su lugar. “Él tenía pacto con el diablo”, coinciden las hermanas.

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