Imagino que el lector recordará a Loyo Cuestas y su cipote, protagonistas del cuento de Salarrué que se titula del mismo modo que esta nota: “Semos malos”. En él se narra magistralmente el viaje que emprenden cargando un fonógrafo, con el que piensan ganar plata en verbenas y ferias en la lejana Honduras, tierra de promisión en los albores del siglo veinte.
Después de tres días de marcha se adentran en tierra difícil, región peligrosa para hombres y bestias, descrita pintorescamente por la pluma de uno de nuestros mejores escritores: “Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres??? Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja —como en los tiempos primitivos— tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte”.
Si los hombres fuéramos ángeles no haría falta ningún gobierno. Si fuéramos demonios no habría ninguno que evitara que nos matáramos entre nosotros, los Estados funcionarían como cárceles, controlando a las personas, reprimiendo y dictando todo tipo de leyes, imponiendo la paz por el miedo.
No es casualidad que cuanto menos se confía en la libertad de los ciudadanos, más se acerca una sociedad a la utopía socialista, y más se parece a una cárcel cuyos barrotes terminan siendo no solo físicos (muros, fronteras), sino también mentales: regímenes en el que se trata a los disidentes en instalaciones psiquiátricas, se decreta para ellos una muerte civil, o simplemente se les deja morir en prisión como si fueran apestados.
Si fuéramos esencialmente malos se haría necesario no solo controlarnos, sino también reeducarnos para formar una sociedad nueva compuesta de hombres nuevos. Aún así, no desaparecería la incómoda pregunta que apunta a que si los gobernantes, los educadores de la nueva sociedad son también personas ¿qué los preserva de la intrínseca maldad humana?
La solución socialista es suponer que existe un grupo de elegidos, una especie de aristocracia de la bondad compuesta por hombres y mujeres exentos de intereses individuales, incondicionalmente entregados al trabajo provechoso, capacitados para lograr el mayor bien para el mayor número de personas. Un puñado de ciudadanos que decide de manera altruista y filantrópica el destino de millones de malvados congéneres (mediante el control y el totalitarismo, ¿qué se le va a hacer?), y por lo mismo exentos de las férreas leyes que aplican a todos los demás.
La solución liberal, democrática, es confiar en la libertad de las personas. Educar, ofrecer oportunidades, fomentar la libre iniciativa y tender redes de seguridad para los que caigan en el empeño.
Loyo Cuestas y su cipote encuentran la muerte a manos de cuatro forajidos que los asesinan para robarles el fonógrafo. Cuatro bandidos que se saben tales: maleantes. Pero que por las terribles y salvajes condiciones en que viven, no saben su maldad hasta que la música que sale de la metálica trompa del fonógrafo arrebatado a sus víctimas, les hace recapacitar: “cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron??? Uno de ellos se echó a llorar. El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo barrioso, donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro: —Semos malos”.
Por muy corrompida que esté una sociedad, si se cree en el ser humano, siempre queda la esperanza. Pensar que no hay remedio es condenarse antes de intentarlo, pensar que solo el totalitarismo y la omnipresencia del Estado es la solución, es partir de una utopía para llegar a un imposible: humo.
*Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare