“No llevaba en Managua más de una hora. Iba en taxi hacia mi hotel, intentando ver cuanto pudiera de una ciudad que parece inatrapable, cuando, en un portón de color gris, vi pintada la palabra ‘Nicaragua’ y sentí un sobresalto. ¿Cómo pude? ¿Cómo pude haber olvidado que yo siempre quise venir aquí; cómo pude no darme cuenta, al salir del aeropuerto, que estaba llegando por primera vez al sitio al que había querido llegar hace décadas? A mis 11, a mis 12 años, soñaba con venir a este país que en mi diccionario prepúber era el sinónimo de todos los romanticismos incendiarios y rimaba con escritores como Ernesto Cardenal y Julio Cortázar, a los que leía como posesa. Un rato después, mirando la lluvia desde la ventana de mi cuarto, me pregunté, más que por Nicaragua, por esa materia de la que estamos hechos, el tiempo. No sé por qué, recordé difusamente una frase de Jonas Mekas: ‘Mundo, nunca te he abandonado, pero me hiciste cosas terribles'”.