Juancho y el General

Ahora, sus actuales generales han logrado algo que parecía imposible para el salvadoreño de a pie, el hacernos pensar: ¿realmente necesitamos un Ejército?

descripción de la imagen

Por Max Mojica*

2017-03-19 7:43:50

Juancho apenas tenía suficiente edad para tener licencia de conducir, pero sí tenía conciencia suficiente para saber que su Patria corría peligro, por lo que en aquel lejano 1979, decidió enlistarse en el Ejército de El Salvador.

Su vocación surgió espontáneamente, cuando en su natal Chalchuapa, veía a los soldados marchar orgullosos cada 15 de septiembre. Juancho los veía en sus uniformes pulcramente planchados, con sus botas relucientes como espejos, su barbilla alta y orgullosa, su mirada perdida en el infinito, con ese soldado a la cabecera del Batallón, con guantes blancos, sosteniendo con una especie de místico respeto, la bandera nacional, el máximo símbolo patrio.

Juancho decidió enlistarse como soldado raso, con paga exigua y modesta alimentación, comparada con el hercúleo sacrificio que implicaba el maratónico entrenamiento. Los estudios superaban, con mucho, los impartidos en la escuela pública a la que había asistido y, por supuesto, el riesgo de que en cualquier momento sería destacado al frente, precisamente para hacer aquello con  lo que siempre había soñado: defender a su patria de la agresión comunista.

Juancho fue destacado a los frentes más crudos del conflicto de los ochenta: Morazán y Chalatenango. Ahí vio a sus compañeros y compadres caer bajo la metralla enemiga o ser desmembrados por una mina. Su rol no fue no de espectador, sino de partícipe sin privilegios de cómo se puede desarrollar lo peor que se esconde en la naturaleza humana: la guerra. Ese lugar en donde, de forma irracional, dos hermanos artificialmente ubicados en bandos contrarios se matan sin cuartel para defender ideologías que muchas veces no entienden ni comprenden, pero que se confabulan para convertir a los seres humanos en peones de conflictos geopolíticos que se gestan y deciden a miles de kilómetros de distancia. Él no entendía mucho de política, solo sentía que era su deber sangrar por la Patria y que, si la situación se daba, pues también daría su vida por ella.

Eventualmente la guerra terminó, sin vencedores ni vencidos. Juancho nunca estuvo sentado en la negociación de los Acuerdos de Paz, a pesar de que fueron él y sus amigos del pueblo quienes sangraron para defender la República. A ellos nadie les preguntó qué opinaban sobre los términos, concesiones políticas y acuerdos tomados por los negociadores, quienes cómodamente sentados en un hotel cinco estrellas en México, muy muy lejos de las hostilidades del frente, firmaban un papel en el que sellaban el destino de muchos. A Juancho solo se le informó que a partir del 16 de enero de 1992, su M-16 finalmente encontraría sosiego.

Como verdadero patriota, Juancho continuó en el Ejército. Ahora, muchos años después del cese de hostilidades, le parece increíble que precisamente esas personas a quienes combatió, ostenten el poder político; pero Juancho es un demócrata y sabe respetar la voluntad del pueblo. Si el pueblo así lo quiere, él acepta su designio. Lejos quedaron los golpes de Estado y la influencia que ejercían los militares en la política. Ahora vivimos en democracia.

Pero lo que a Juancho le sorprende y le indigna es que ahora su Ministro de Defensa y General del Ejército viaja a Cuba, con gastos pagados por los contribuyentes salvadoreños, a saludar y rendir tributo a un tirano que participó activamente en promover, equipar, asesorar, financiar y apoyar a aquellos que mataron a nuestros solados, cabos, tenientes, coroneles y generales del Ejército salvadoreño. A saludar con gesto grácil y genuflexo, a una mente perversa y maligna, que aún hoy, irradia su trasnochada ideología por una América Latina que no se cansa de sufrir, sangrar y odiar a causa del comunismo y de su hijo, el Socialismo del Siglo XXI.

Antes, los generales sangraban y sudaban con la tropa. Muchos de ellos fueron abatidos en emboscadas o en combates abiertos, viendo al enemigo y a la muerte a los ojos. Ahora, los comandantes de Juancho andan perfumados, vistiendo trajes de sastre y usan lentes oscuros de diseñador, dando la espalda a sus veteranos cuando estos reclaman sus pensiones. A veces Juancho los ve y francamente no puede reconocer a su Fuerza Armada, esa que defendió a la República de agresiones internas y extranjeras, esa que muchos ciudadanos aplaudíamos al verlos pasar, y de la cual nos sentíamos tan orgullosos.

Le duele el alma ver cómo ha perdido su mística y su temple, le duele tanto a él, como nos duele al resto de salvadoreños, que tan seguros nos sentíamos al escuchar su lema: “El Ejército vivirá mientras viva la República”. Ahora, sus actuales generales han logrado algo que parecía imposible para el salvadoreño de a pie, el hacernos pensar: ¿realmente necesitamos un Ejército? A estas alturas, ni Juancho ni yo tenemos una respuesta, aparentemente solo el tiempo nos lo dirá.

*Abogado, máster en leyes.
@MaxMojica