Allá por la cintura del siglo XX, cuando los partidos políticos salvadoreños nacían y morían a punta de golpes de Estado, el Dr. Abraham Rodríguez y un puñado de intelectuales jóvenes se reunían dos veces por semana para estudiar la Doctrina Social de la Iglesia. Sabían que era necesario buscar alternativas a los regímenes militares en boga, pero en sus mentes inquietas bullía la intuición de fundar un amplio movimiento humanista y cristiano.
Pronto los acontecimientos precipitaron sus planes. El presidente José María Lemus fue arrojado del poder y la Junta de Gobierno entrante anunció que convocaría a elecciones. Así nació, en 1960, el Partido Demócrata Cristiano, con el Dr. Abraham Rodríguez a la cabeza, levantando adhesiones por doquier. Buena parte de la clase media abrazó con regocijo aquella formación política en la que creía ver a profesionales e intelectuales con capacidad para transformar el país.
El golpe contra la Junta al año siguiente dio oportunidad a que el PDC, recién nacido, recibiera ofrecimientos para formar gobierno. Demostrando una madurez inusitada, los bisoños líderes demócratas cristianos se resistieron a caer en esa tentación, pues veían en aquel camino la “oficialización” de su estructura y la pérdida de su independencia. Al coronel Julio Rivera, miembro del Directorio Cívico Militar en el poder, le invitaron a integrarse al partido y competir allí por una candidatura, pero el carismático militar prefirió formar su propia agrupación política, el PCN, a través del cual obtuvo finalmente la presidencia que tanto ansiaba.
¿Por qué vale la pena recordar estos hechos medio siglo después? Porque el ejemplo del Dr. Abraham Rodríguez, cuyo reciente fallecimiento ha sido tan sentido, demuestra que es posible hacer política defendiendo principios y no sirviéndose de ella para acumular poder. La integridad es una apuesta decidida, estable y firme por los valores que no estamos dispuestos a negociar nunca, por nada ni con nadie.
Desde la perspectiva de un hombre íntegro como era el Dr. Rodríguez, perder una elección era menos trágico que perder el horizonte de sus ideales. En 1967, por ejemplo, cuando Napoleón Duarte, alcalde capitalino, era la opción ideal que el PDC podía llevar para la presidencia de la República, Abraham Rodríguez decidió correr él tras la candidatura a sabiendas que iba a ser derrotado en los comicios. Como se discutió al interior del partido en aquel momento, no se trataba de ganar, sino de posicionar la marca y probar su fuerza territorial, resguardando a las figuras emergentes. Era una época de persecuciones e intimidaciones, en la que, al decir del propio fundador del PDC, “para ser presidente del país se necesitaban dos requisitos: uno, ser militar, y dos, ser electo en los cuarteles, es decir, por los militares”.
Demás está decir que el candidato opositor no cumplía con esos requisitos. Y perdió, claro, alcanzando el segundo lugar. Al año siguiente, como Secretario General del partido, dirigió una exitosa campaña electoral para alcaldes y diputados que por primera vez convirtió a los demócratas cristianos en una amenaza a la hegemonía de los cuarteles. Luego, sin embargo, vendrían los fraudes de 1972 y 1977… Y la historia política nacional entraría en otra etapa durísima, todavía más vertiginosa, en la que trayectorias limpias como la del Dr. Rodríguez, enemigo de la violencia y partidario del diálogo, tenían poca cabida.
En sus últimos años, fiel a los principios democráticos que defendió siempre, todavía vimos a este insobornable jurista luchar por la Constitución, el estado de derecho y la independencia de los poderes públicos. Y contra quienes defraudaron sus convicciones volvió a alzar su voz clara, valiente, sin doblez, legándonos un ejemplo de rectitud que merece vivir en el recuerdo de las nuevas generaciones. A hombres de una pieza, como el Dr. Abraham Rodríguez, la patria debe más que a muchos que llegaron a ser presidentes o ministros. La coherencia fue su gran divisa política.
*Escritor y columnista
de El Diario de Hoy