Cesó la guerra infernal y fratricida. Sí, aquella que muchos no comprendimos del todo. La guerra contra las injusticias sociales, para rescatar de la miseria a cientos de miles de salvadoreños… pero a la vez aquella que por su misma fuerza y crueldad nos enterró, nos atemorizó y nos expulsó de nuestras tierras.
Desbordados con las expectativas de desarrollo en un país que había logrado la “paz”, un cuarto de siglo después los ciudadanos nos hemos desencantando del rumbo que ha tomado El Salvador. Los dos principales partidos políticos son producto, precisamente, de un país arrasado por la guerra, y pareciera que han llevado a cabo sus políticas inspiradas en una interpretación al revés de la famosa cita de Clausewitz: en El Salvador, la política ha sido, y sigue siendo, “la continuación de la guerra por otros medios”. Pero las instituciones del Estado no son para el arrendamiento de los partidos políticos; no “se alquilan” para los combates y beneficios partidarios.
Recientes acontecimientos políticos y sociales nos permiten prever que esta corrupción de la política está en un punto de inflexión. Un ejemplo de ello han sido las respuestas de preocupación y rechazo total, por parte de la sociedad civil organizada y la población en general, a los ataques sistemáticos realizados por algunos políticos del Ejecutivo y el Legislativo contra la Sala de lo Constitucional (entre 2012 a 2016), que han llevado a una encrucijada entre la democracia y el oscurantismo. Pero no basta con las manifestaciones de rechazo, es necesario incrementar el poder de incidencia ciudadana directamente en los temas claves del país y que la voz de la ciudadanía sea decisiva en la conducción de la cosa pública.
La firma de la paz es un capítulo de nuestra historia reciente que se conmemoró y celebró con fervor. Inclusive en el discurso presidencial se les ofrece un par de líneas a todos aquellos que murieron durante la guerra: “permanece con nosotros el ejemplo y sacrificio de grandes salvadoreños y salvadoreñas que dieron su vida por un mejor futuro para El Salvador”. Más de 50 mil de ellos eran civiles —ni militares ni guerrilleros—, y no pidieron sacrificarse. Al contrario, se les arrebató la vida. Fueron víctimas de la guerra a quienes no se les ha hecho justicia.
Veinticinco años después, estamos viendo con terror y angustia cómo la cifra de asesinatos ha llegado a superar las cifras de víctimas civiles durante la guerra, y cómo las víctimas en esta etapa de “guerra social” son también olvidadas. Este terror, al igual que durante la guerra, está empujando a muchos a buscar su propio camino hacia el exilio, para que las balas no les alcancen a sus hijos, a sus madres, a su familia…
Todos los días vemos una o más noticias de asesinatos, en donde nuestros jóvenes son los protagonistas, sin reparar que estamos perdiendo a nuestro más valioso tesoro. Sí, todos somos responsables de ello, pero principalmente lo es el Estado, ya sea por negligencia e ignorancia, por ineficacia o ineficiencia, por las políticas erróneas o la omisión de ellas, por la prepotencia y la ceguera de muchos funcionarios al ostentar el poder y por la falta de entendimiento de la democracia.
Estoy convencida que podemos cambiar el rumbo de nuestro país, y me uno al llamado que muchos ciudadanos y columnistas hacen a los legisladores para que consideren las reformas legales necesarias para elecciones transparentes, y a la ciudadanía para la participación activa y protagónica en la vida política a través del voto, pero, sobre todo, a través de la participación organizada en proyectos ciudadanos que buscan incidir en la paz y en el desarrollo de toda la sociedad. Al final, el futuro de El Salvador está en las manos de los salvadoreños. No renunciemos a él.
*Columnista de El Diario de Hoy.
@cavalosb