La ruptura de la Unión Soviética cumplió 25 años

El 25 de diciembre de 1991, el jefe de la Unión Soviética y del  Partido Comunista, Mijaíl Gorbachov, renunciaba declaró extinta la URSS

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elsalvador.com

Por Agencias

2017-01-01 2:27:00

Hace poco más de 25 años, Mijaíl Gorbachov, el gran reformador de la Rusia comunista, vivía sus últimas horas en el Kremlin. 

Llegaba a su fin no sólo un imperio, sino un país que había desempeñado un papel clave en la historia del siglo XX. El fracasado sistema económico y político impuesto por los bolcheviques desaparecía. Atrás quedaba definitivamente la falta de libertades -políticas, económicas, culturales, de movimiento- y continuaba la cada vez más difícil andadura, que había comenzado precisamente con Gorbachov, hacia un sistema que quería ser democrático.

Así, el régimen que rivalizó con Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra mundial pasó a engrosar la larga lista de proyectos políticos fallidos, de ensoñaciones que acabaron en pesadillas, de revoluciones sociales barridas por una mezcla de ineficacia, sectarismo y falsas ilusiones. 

De las cenizas de la URSS emergieron, además de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, una larga lista de repúblicas euroasiáticas.

El 9 de noviembre de 1989 ya había caído el Muro de Protección Antifascista según la República Democrática de Alemania o bien Muro de la Vergüenza para el resto del mundo. A partir de entonces, como en un juego de dominó, la fichas fueron cayendo arrastradas unas por otras hasta llegar a diciembre.

Aquel 25 de diciembre de 1991, cuando se celebra una fiesta en Occidente pero no en Rusia, Gorbachov se dirigió a la población de un país que en la práctica ya había muerto -la Unión Soviética- y anunció su renuncia. 

En su discurso explicó que aunque había apoyado siempre la soberanía de las repúblicas, también había sido un firme partidario de la unidad del Estado; pero los acontecimientos habían tomado otro rumbo.

Cuando llegó el momento de firmar el decreto con su propio cese como presidente de la URSS, su pluma dejó de escribir. Entonces, Tom Johnson, jefe de la CNN que cubría el acto con su equipo, le tendió a Gorbachov su pluma Montblanc. “¿Es estadounidense?”, preguntó el ruso. “No señor, o francesa o alemana”, respondió el periodista. Y entonces Gorbachov firmó.

 El coste social de este cambio fue enorme: la economía de mercado golpeó a un pueblo acostumbrado a la estabilidad laboral, pero abrió también las puertas a la iniciativa individual y permitió a los rusos gozar de una libertad que nunca antes habían tenido.

Parafraseando lo que diría después uno de los artífices de las reformas económicas de la nueva Rusia, Gorbachov clavó así el último clavo en el ataúd de la URSS. La verdad es que el país había dejado de existir como unidad territorial ya antes, tras el fracasado golpe de Estado de agosto de 1991 por parte de los comunistas conservadores para evitar, precisamente, lo que se veía venir: la desintegración de la Unión Soviética.

Gorbachov tenía esperanzas de poder conservar unido el país, incluso después de que las repúblicas que integraban la URSS declararan su independencia. Ni siquiera las perdió del todo después de que el 8 de diciembre las tres eslavas (Bielorrusia, Rusia y Ucrania) firmaran el tratado de Belovezha, pensando que aún era posible formar una confederación. Pero las pocas que le quedaban se desvanecieron el 21, cuando los líderes de las 11 antiguas repúblicas soviéticas (todas menos Georgia y las tres bálticas: Lituania, Letonia y Estonia) se reunieron en Kazajistán y anunciaron la formación de la Comunidad de Estados Independientes.

El 25 de diciembre de 1991 fue un día de ilusión para millones de personas en Rusia, que veían con optimismo el futuro. También fue un momento de luto para otros millones, ahora exciudadanos de la URSS. “Odio vuestra libertad, he perdido la tumba de mis padres, la Victoria, mi país”, dijo el escritor nacionalista conservador Alexandr Projánov. Y es que el nuevo mapa significó para muchos tener que abandonar el territorio donde habían nacido, dejar allí familiares y reliquias. También la desaparición de la potencia que había ganado la Segunda Guerra Mundial y el resurgimiento de movimientos nacionalistas e incluso facistoides en el antiguo territorio soviético.

“Cuando se arrió la bandera roja quedé en estado de shock”, dice Serguéi Kosárev, que entonces tenía 37 años. “Yo, nacido en Sochi, a orillas del mar Negro, había terminado la secundaria en Kazajistán y luego el instituto en Riga (Letonia). De repente mis amigos, mi juventud quedaban atrás en otros países”. 

Un comentarista español, días atrás, refiriéndose a este aniversario, decía que la historia había trazado una línea recta de la tiranía de los zares a Lenin, de Lenin a Stalin y de Stalin a Putin. Estos serían los límites de una historia dramática construida con base en la crueldad y la irracionalidad. 

Aunque algunos nostálgicos traten de salvar el nombre de Lenin de esta línea de poderes y atribuirle a Stalin el horror de las purgas que se iniciaron en 1937, están equivocados, ya que desde el mismo comienzo del movimiento, la crueldad, las venganzas y las represiones estuvieron a la orden del día.

Se piensa que las purgas llevadas a cabo por Stalin causaron 20 millones de muertos; 20 millones de víctimas del frío, de las enfermedades, del hambre o simplemente de un tiro en la nuca. Los sospechosos de no ser leales al régimen eran sometidos a interrogatorios inhumanos y a juicios en los que el veredicto y la condena ya estaban escritos antes de iniciarse el trámite. El resultado podía ser la condena a muerte, el destierro de por vida al Gulag que funcionaban como campos de exterminio y quienes tenían más suerte una condena de diez o veinte años en algún paraje helado de la Siberia “sin derecho a correspondencia”