Era el mediodía del 23 de septiembre de 2005. Un viernes. Hacía más de 13 años que el conflicto bélico entre el Gobierno salvadoreño y la guerrilla se había terminado.
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Mauricio Adonay Villacorta Santamaría tenía entonces 16 años.
Como todos los días, aquel viernes Adonay salió de su vivienda en el cantón Santa Rosa, municipio de Quezaltepeque, a realizar labores agrícolas; ese día iba a recoger la cosecha de maíz de su familia.
De la guerra él no se acordaba de nada porque cuando esa oscura etapa en la vida de los salvadoreños terminó, apenas tenía tres años.
Jamás había visto una mina quitapié o una mina antitanque o de las llamadas cazabobos que de forma artesanal los guerrilleros fabricaban para luego sembrar en algún lugar de la campiña salvadoreña para detener el avance de alguna tropa.
Aquel viernes, Adonay esperaba con ansias terminar la faena de aquel día para poder ir a entretenerse en lo que más le gustaba: jugar fútbol con los demás jóvenes de su edad.
En esos días andaba más emocionado que de costumbre con el fútbol porque le había prometido que firmaría contrato para jugar con un equipo federado: el Vasco de Gama, de Quezaltepeque.
Adonay ni siquiera presentía que entre esa emoción y la desilusión tras una tragedia solo mediaban minutos, o segundos.
Luego de tomar el almuerzo, el adolescente decidió acabar con las dudas que lo habían asaltado desde la tarde anterior cuando se encontró un pequeño bulto que las lluvias habían desenterrado hasta dejarlo a ras de tierra.
Aquel asunto estaba envuelto en un trapo color marrón. Adonay lo tomó y se lo llevó a la casa que hacía las veces de bodega para guardar las cosechas y los aperos de labranza en las faldas del cerro Las Mesas, del cantón Galera Quemada.
Aquel mediodía, rayando la 1:00 de la tarde, Adonay fue a ver qué realmente era aquel artilugio. Lo tomó con sus manos, lo colocó en una ventana y comenzó a retirar el trapo marrón que dejo al descubierto una bolsa negra de plástico y luego en otra color verde. Eso sería lo ultimo que sus manos tocarían. Pero él no lo sabía.
Cuando hubo retirado todas las envolturas quedó ante sí una especie de caja de lámina como de unos 20 centímetros de largo y de una pulgada de grosor con tres tornillos que la traspasaban de lado a lado.
Entre quitar las envolturas e intentar retirar el primer tornillo quizá no pasaron más de 15 segundos. Luego vino un aturdimiento y la sensación de que algo malo le había pasado.
Adonay cuenta que comenzó a pasarle por la mente toda su vida. No sentía dolor pero sí recuerda que le pidió a Dios que no lo dejara morir ese día.
Llegaron los policías a auxiliarlo y trasladarlo a un hospital. Aquel adolescente atinó a preguntarle a uno de sus compañeros de trabajo si llevaba sus manos. “Ey, llevo los brazos o no los llevo”, inquirió.
Recibió una mentira como respuesta. Su amigo no quería desilusionarlo. Él no pudo discernir la realidad. “No sentía nada; ni dolor. Solo recuerdo que le di los datos a los policías que llegaron”.
Luego de permanecer más de dos meses hospitalizado, ya consciente de que había perdido sus dos brazos y sus dos ojos, producto de la explosión de una mina claymore, Adonay acogió con esperanzas el ofrecimiento de recibir tratamiento en Estados Unidos: ¡Podría recuperar la vista en un ojo a través de un trasplante de córnea!
No recuerda bien si fue el 29 de noviembre o el 1 de diciembre de 2005 cuando acompañado de su padre partió hacia Michigan.
El viaje, según Adonay fue auspiciado por la organización The Children Cross Connection International. Recuerda que la entonces Primera Dama de la República, Ligia de Saca y una señora de nombre Margot de Wellman le ayudaron a hacer los trámites que requería el viaje.
El 5 de diciembre, fue sometido a la primera operación para retirarle esquirlas del ojo que sería operado. Luego le hicieron el trasplante de córnea que le devolvió en un 50 por ciento la mitad de la vista.
El 5 de febrero de 2006 regresó a El Salvador. A pesar de las terapias psicológicas recibidas en Estados Unidos, Adonay admite que tenía miedo de salir de su casa porque pensaba que la gente se burlaría al verlo sin brazos y medio ciego.
Ese temor solo lo pudo superar un año después. Pero lo hizo con creces, pues es capaz de hacer cualquier cosa que haga una persona a la que no le falten los dos brazos y que solo vea un 50 por ciento con un ojo.
En cualquier día, a Adonay se lo puede ver realizando diversos trabajos: cultivar la tierra, fumigar sus cultivos, desmontar un terreno, construir una galera, pescar con atarraya y hasta jugar fútbol, según cuenta él con el entusiasmo de un niño.
Adonay siempre vive en el cantón Santa Rosa, en Quezaltepeque, en un terreno ajeno pero que el dueño le ha dado la potestad para cultivar cualquier cosa que se le ocurra.
Para ello, este hombre dice que tiene dos pares de prótesis, uno para hacer los trabajos de diario y otra para cuando sale de su cantón a pasear o a realizar alguna diligencia en el Fondo de Protección de Lisiados y Discapacitados, oficina creada para atender a las víctimas del conflicto armado, del cual es beneficiario.
“No me puedo quejar del Fondo (Foprolyd); me dan todos los beneficios a que por ley tengo derecho”, dice.
Incluso, no tener brazos no le impide a Adonay manipular la pantalla táctil de su celular: lo hace deslizando la punta de la nariz. Así busca archivos, abre carpetas con la información que necesita o marca los números.
Incluso, con sus discapacidades, Adonay no tiene problemas para divertirse haciendo su pasatiempo favoritos: pescar con atarraya en lagos.
Cada cierto tiempo le paga a un vecino, de su entera confianza, para que lo lleve al lago Suchitlán, por el lado del puente Colima.
Le gusta pescar con atarraya y sentir el peso en las redes de los pescados.
A más de 13 años de que finalizara el conflicto, la guerra le quitó los brazos y le disminuyó la visión a Adonay, sin embargo, la fuerza de voluntad de este hombre de 27 años, lo ha llevado a desenvolverse en la vida como cualquier persona, a tal punto de cultivar el suficiente maíz para que su familia no necesite comprarlo durante todo el año.