Elena Hidalgo de Castrillo, mi madre

Estable, firme y constante, fue el bastión familiar al que acudían propios y extraños en busca de soporte, consuelo y ayuda.

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Henry Romero, de El Salvador, controla el balón durante el encuentro contra Belice.

/ Foto Por Arnulfo Franco

Por Jorge Alejandro Castrillo Hidalgo*

2017-01-17 7:47:00

Alta para los estándares de su tiempo; guapa y simpática para los de cualquiera. Aunque vivió su infancia en el Puerto de La Libertad donde gozó del sol y las playas con deleite y sin hartazgo, su piel era más bien clara. Gran nadadora, era dueña de unas piernas de revista. Sus pantorrillas, lo que la moda de entonces permitía mostrar sin escándalo, habrían competido cerradamente con las de artistas famosas de mediados de siglo como la Cardinale, la Loren o la Lollobrígida. 

Su disposición, amable y alegre, generaba simpatías; su regia presencia imponía respeto. Elegante, lucía bien con lo que vistiera. Usó siempre medias y zapatos cerrados de tacón alto, sin importar qué tanto calor hiciera. Tantas veces, de niño y adolescente, la acompañé caminando (nunca quiso aprender a conducir) desde nuestra casa hasta el centro de la ciudad que aún ahora, cierro mis ojos y veo su retrato de entonces: sobriamente arreglada, falda a la altura de la rodilla, cartera en el antebrazo, con el peinado “de moño” característico de entonces, envuelta y envolvente en la fragancia del “Principe Dauka”, su perfume favorito que venía en trabajados frascos de cristal y se aplicaba con estilizado aspersor de bolita.

La conocían y saludaban, por igual, los propietarios y las dependientes de los almacenes por departamentos de la época (Real Silk, Swchartz, París Volcán, etc.) así como las locatarias del mercado central con quienes conversaba amable y cordialmente. Nunca durante esas incursiones, ni una sola vez, hubo hacia ella comentario irrespetuoso alguno que obligara al caballero en ciernes que la acompañaba a retar a duelo al ofensor. 

Mujer fuerte como pocas, peleó y venció con entereza al cáncer de seno que la atacó la primera década de este siglo. Ni entonces se mostró tan decaída como cuando se enfrentó a las dos fracturas de cadera –uno de sus tres miedos pánicos- que Dios le envió. Para la segunda, el equipo de médicos que la operó, ¡a sus 93 años! terminó admirado “…de la fortaleza y la personalidad de su mamá. Estuvo atenta, conversando y controlando todo hasta que la durmió la anestesia” nos comentaría luego ese profesional estupendo, de amabilidad y delicadeza extremas que resultó ser el Dr. Ricardo Paz Castellanos, quien comandó la intervención y supervisó su recuperación. Se ganó su respeto y nuestros agradecimientos. Intensa, llevó hasta sus límites la paciencia del buen médico: tan pronto se sintió un poco mejor, desde los primeros días de la fisioterapia ya le pedía permiso, con la insistencia de sus años, para usar zapatos de tacón y salir a visitar al Santísimo.

Este miércoles 18 de enero, Doña Elena Hidalgo de Castrillo cumplirá un año de estar en el cielo en compañía de “Turo”, como solo ella llamaba a mi padre, el hombre a quien siempre amó bien hasta el último día de sus vidas. Mujer de su tiempo, no se deslumbró nunca ni con los oropeles del poder ni con las fatuidades de las riquezas. Estable, firme y constante, fue el bastión familiar al que acudían propios y extraños en busca de soporte, consuelo y ayuda. 

Amiga fiel, buena conversadora, gran anfitriona. En “La Rambla” y “Caralinda” hizo lucir más bellas a muchas cipotas de aquellos intensos años setenta y ochenta. Habilidosa como nadie he visto para hacer crochet, me ayudó a entender mejor el mito de Penélope y Odiseo. ¡Cuántas camas y mesas lucirán aún los cobertores y manteles que empezaba a tejer cuando llegaba la invitación para la boda de la hija de alguna amiga! Nosotros, sus cuatro hijos y familias, atesoraremos con celo las muestras de su amor, de su dedicación y cariño, de su cortesía y urbanidad, de su magia para aliviar enfermedades, y ¿cómo no?, de su sazón en la cocina. ¡Qué gallo en chicha comíamos en casa! Receta que cada año compartía, afanada y alegremente, con todos los pericos en aquellos inolvidables turnos del colegio.

Activa y diligente, imagino que, a estas alturas, las mesas del comedor y de las salas celestiales deben lucir ya manteles y caminos de mesa de crochet que acá salían de sus manos y que ahora, libres de trabas terrenales, han de seguir produciendo linduras allá arriba. ¡Brindo por tu vida, madre! ¡Hasta pronto!

*Sicólogo y colaborador
de El Diario de Hoy