Esta semana, El Salvador conmemora el vigésimo quinto aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz y, siendo justos, hay bastante que celebrar.
El fin de las abusos a los derechos humanos por parte de ambos bandos, el cese de reclutamiento de menores para nutrir el campo de batalla, la no interferencia de los militares en la política y la capacidad de disentir sin miedo a la desaparición física son solo algunos de los beneficios que nos trajo el proceso que cerró el conflicto.
Sin embargo, una vez firmada la paz, vino un nuevo y generalmente más tortuoso camino: el de la reconciliación entre todas las fuerzas vivas del país.
En ese marco, el pasado domingo 15 de enero el Gobierno inauguró el Monumento a la Reconciliación, entre grandilocuentes referencias a la paz y llamados al diálogo y a cerrar heridas que tras un cuarto de siglo permanecen latentes.
Ya pasaron las fotografías, los fuegos artificiales y las cancioncillas del evento y es momento de señalar al “elefante en la habitación” y discutir lo obvio, lo que todos estamos pensando: ¡La reconciliación luce genuinamente fea!
Y no me refiero exclusivamente al monumento, aunque debemos ser francos y hacerle saber a los responsables que además de estar ubicado en un sitio inconveniente, la estatua principal del complejo es tosca y nos provoca desde risa hasta algo de vergüenza.
No obstante, seríamos afortunados si el desacierto urbanístico fuera el principal de nuestros problemas en el país. La paz aún tiene grandes deudas.
En todos los actos, por ejemplo, se ha hablado del diálogo y la concertación, pero habrá que preguntarnos cuánto pasará antes que el presidente y el partido de gobierno vuelvan a insultar y denigrar a funcionarios que ejercen control de los actos políticos o cuánto pasará antes que ARENA se muestre inflexible y caprichosa en algunas de sus posturas. O sea, cuánto falta para reanudar el juego de niños en el que se ha convertido la búsqueda de acuerdos políticos.
Otro punto celebrado es el final de la violencia sistemática como la respuesta primordial del Estado. Sin embargo, esta celebración se da mientras hay ejecuciones y abusos de autoridad que se disfrazan de “enfrentamientos”, los cuales lejos de solucionar la inseguridad con políticas integrales, extienden el miedo y el manodurismo. Asimismo, mientras se habla de sensatez, un legislador propone penas excesivas para el aborto, buscando demagógicamente el aplauso de un sector particular pero obviando que es una problemática más compleja y que no solo se resuelve con el duro -pero desigual- mazo de la justicia.
El sistema de partidos también es una herencia de la paz y ha logrado trasladar la confrontación armada al plano institucional. Sin embargo, de los idearios se ha pasado a la mera conveniencia y a la práctica de ambos partidos mayoritarios de resolver con prebendas a los “partidos bisagras” lo que no pueden dirimir con un diálogo constructivo.
Y gran parte de la ciudadanía, que adquirió la libertad de opinar y disentir, tiende a avalar toda respuesta violenta y desproporcionada, e incluso ve con buenos ojos que se le limiten garantías para solucionar problemas, como si los poderes públicos no tuvieran la tendencia natural a abusar de sus funciones. Vale advertir, como dijo la famosa senadora Padme, que “así es como muere la libertad, con un estruendoso aplauso” de quienes no temen darle más poderes al Estado.
En fin, no reconocer el logro de los Acuerdos de Paz sería ingrato e irresponsable, pero querer ignorar que la reconciliación tiene una cara fea puede ser devastador.
Ojalá rectifiquemos como país. Que los partidos abandonen la mezquindad de buscar solo sus intereses con réditos exclusivos a inmediato plazo. Ojalá la ciudadanía asuma su rol de vigilante del poder. Ojalá los medios denunciemos con audacia y sin sesgos los abusos. Ojalá la comunidad internacional tenga siempre un sentido crítico al analizar lo que nuestro gobierno hace.
Si es así, la única cara fea de la reconciliación será ese armatoste verdoso que dejaron ahí.
*Columnista de El Diario de Hoy.
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