Don Piero Ferracuti Bertoja, empresario en la industria del mármol y amante de la natación, fue un día al centro de San Salvador a revisar su casilla en la oficina de correos. Acababan de terminar los Juegos Olímpicos de Tokio 1964. De casualidad, se encontró con un ejemplar de la revista “Swimming World”, con los atletas Donna de Varona y Don Schollander en la portada. Ahí leyó que a esas figuras de la natación los entrenaba el afamado George Haines en Santa Clara, California. Una ciudad cerca de San Francisco, en EE. UU.
Tomó la decisión. Y para diciembre de 1965, don Piero, su esposa y sus dos hijas, Carmen y Donatella, viajaron a EE. UU. para que las chicas pudieran entrenar con Haines, gracias al contacto que les hizo un amigo en común, don Archie Baldocchi, a quien conocía del club de aviación en El Salvador.
Para entonces, la pequeña Donatella llevaba poco tiempo de nadar. Había aprendido en el Círculo Deportivo Internacional, en San Salvador, y ya había participado en un Campeonato C.A. y del Caribe en México, cuando estaba por cumplir 10 años. “Era suplente, no era muy buena”, confiesa hoy la exnadadora. Pero “empecé a despuntar a finales de 1966, cuando entrenaba fuerte e iba a todas las competencias, ya bajo las órdenes de Haines en Santa Clara”. Ahí se fajaba en la piscina junto a estrellas como Mark Spitz y Claudia Kolt, entre otros astros del deporte acuático.
Comenzó a mejorar, tanto que participó en los Juegos C.A. y del Caribe de Puerto Rico en 1966, y al año siguiente estuvo en los Juegos Panamericanos de Winnipeg, en Canadá.
Gracias a su esfuerzo y la mejora en sus tiempos, fue natural que conformara la delegación salvadoreña que participó en los Juegos Olímpicos de 1968, en México, los primeros en la historia para El Salvador. Aunque Donatella comenta que “en aquellos tiempos era mucho más fácil ir a unos Olímpicos, hasta un negrito africano que ni podía nadar compitió”.
Pero sería injusto restarle mérito a todos los esfuerzos de Donatella. “No teníamos vida social, no íbamos a fiestas de ningún tipo. Yo aprendí a bailar ya vieja”, recuerda, sobre todos los sacrificios que la llevaron a mejorar en las aguas. Pero cumplió el sueño de su padre, y Donatella fue olímpica en 1968 con 15 años.
Aunque no todo salió bien.
“Hice unos tiempos malísimos en México. Me sentía agotada, incluso veía cómo me ganaban otras nadadoras que yo sabía que tenía mejores tiempos que ellas”, dice Donatella. En 200 metros libres hizo 2:28 minutos (“una babosada de tiempo, yo ponía 2:16 a 2:20”), para el puesto 31; no pudo presentarse al 400 libres y en 200 combinado registró 2:48 (fue 32a.).
La razón del cansancio que sufrió en esos Olímpicos la conoció después. Sin saberlo, había competido con hepatitis, enfermedad que afectó su rendimiento y que incluso hoy la obliga a vigilar de cerca su hígado.
Aun así, con 15 años y tras una participación olímpica, ante ella había futuro en la natación. Pero “yo tenía gusto por las artes, el misticismo, la literatura y la historia, lo hablaba con mi mamá. Aunque en natación yo tenía un buen estilo. ‘Donatella tiene todo el cuerpo para ser una campeona olímpica, pero su mente no está en eso’, le dijo Heinze a mi papá”, narra.
El entrenador no se equivocó. Con apenas 16 años y después de haber dedicado su infancia y adolescencia a la natación, dejó las piscinas.
¿Qué hace?
El retiro de su hermana Carmen del deporte y la hepatitis pesaron en su decisión. Después de México 1968, solo nadó un año más y se alejó de la natación competitiva.
Luego, vino otra decisión muy fuerte en su vida, pero no de ella, sino de su padre: no aceptó pagar sus estudios en la universidad en EE. UU., que era el objetivo de Donatella, y por eso ella tuvo que volver a El Salvador. “Fue una gran decepción. Había terminado el ‘high school’ y regresé en 1971. Empecé a trabajar en la empresa de mi papá (Mármol Industria S.A. de C.V., conocida como Marmolin – Casa Ferracuti). En 1972 me llevó a Italia, a la Feria de Milán. Llevamos un solo cliente, don Víctor de Sola. Él puso la geotermia en el país”, explica con orgullo.
Los siguientes años vieron a una Donatella batalladora en distintos campos: trabajó en el área jurídica de ADOC, en la embajada estadounidense, en el departamento de Agricultura a mediados de los 70, y trabajó con Julia Díaz, artista y pintora, quien promovió el Museo Forma. “También estuve en el Hotel Siesta con don Carlos Hirlemann y fui gerente de La Diligencia”, narra. En 1981 se casó y puso un negocio de enmarcado de cuadros, y después trabajó como consultora en distintos proyectos.
En la actualidad, Donatella está jubilada y dice que vive de forma austera. “Recibo mi clase de historia y literatura con la doctora Katherine Miller, me dedico al cultivo de jardín, leer, soy abuelita de tres nietos… He viajado, he vivido intensamente. Todavía nado, y a las personas que lo hacen les digo que esto requiere de una disciplina de todos los días. Usted amanece, duerme y sueña que va nadando. Anda entrenando y en el agua hace ecuaciones matemáticas, algebraicas, repasa clases de historia e inglés, y al mismo tiempo se está fijando en lo que hacen los demás en los otros carriles. A veces, durante una prueba uno siente que su movimiento es perfecto, es uno con el agua y con el todo, lo que puede sentir un artista…”.