Como por arte de magia, se borraron de un plumazo los problemas organizativos, las estructuras a medio terminar, las amenazas terroristas, las amenazas de los zancudos con zika, la crisis brasileña… De nada de eso se habla desde hace 6 días en Río de Janeiro. No es magia, son los Juegos Olímpicos.
Hoy se habla, sobre todo de las proezas de Phelps, un superhéroe de carne y hueso, tan humano y con los errores de cualquier vecino en su vida personal y tan ganador de medallas como nadie en la historia.
Se habla de la judoca Rafaela Silva que pasó al deporte y al oro olímpico escapando de los peligros de “Cidade de Deus” la favela más famosa gracias una película del 2002, imprescindible aún hoy para entender a Brasil. Un ejemplo más -atento El Salvador- de que el deporte es el mejor método para combatir la violencia y la desigualdad social.
Imposible no admirarse con las acrobacias de las chinas en los saltos ornamentales del agua verde o la perfección del japonés Uchimura en gimnasia artística. Imposible no emocionarse, más allá de los colores, con la selección argentina de baloncesto o con la hondureña de fútbol. Imposible no querer tener varios televisores a la vez para disfrutar de tantos eximios deportistas compitiendo al mismo tiempo.
Y allí, en la elite del mundo, un puñado de salvadoreños peleando contra los mejores del mundo y superando obstáculos contra sus condiciones para entrenar.
Allí fue Diego Turcios, el judoca que se entrena sin entrenador por falta de fondos, compartió el noveno lugar peleando de igual a igual contra los top.
O Julio Salamanca, quien fue grande en las pesas y entró en entre los diez. O Acosta, la gran apuesta del futuro del deporte salvadoreño que espera el viernes para ser una realidad de la natación internacional. O Arathoon que logró un tercer lugar en una regata olímpica, nada menos.
La magia olímpica existe. Y está entre nosotros.