El capitán

La historia de Rafael Melgar, un migrante que perdió sus piernas en el tren “la Bestia” y hoy es el líder de la selección salvadoreña de básquetbol en silla de ruedas

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Melgar se prepara para entrar a escena en baloncesto.

/ Foto Por Gerson Sánchez

Por Gustavo Flores | Twitter: @Gusflores21

2016-05-29 11:23:00

“Saludemos la patria orgullosos

 de hijos suyos podernos llamar”

El himno salvadoreño suena ante la indiferencia general de la poca asistencia al gimnasio Domo de Guadalajara. Rafael Melgar es la antítesis de esos mexicanos que hablan y bromean en la platea. Y vibra con la música, quizá como ninguno en ese escenario: “Uno se siente como exaltado por oír las notas y viene un tipo de euforia bonita, se siente chivo”.  

La imagen se remonta a los Juegos Parapanamericanos del 2011.  A los 34 años se estrenaba como  capitán de aquella Selección de El Salvador que había clasificado sorpresivamente a Guadalajara.
El básquet en silla de ruedas es un deporte de alta complejidad y esfuerzo. Las puntuaciones de los jugadores van de 1 a 4,5 según sus habilidades y fortalezas. Rafael tiene una puntuación de 4 y desde ahí afirma su liderazgo, con más acciones que palabras. Hoy su filosofía sigue siendo la misma que hace cinco años.

— Como capitán del equipo lo que trato de hacer es que me vean fuerte, que me vean luchando, tal vez no sea de los que comparte comentarios técnicos sobre como entrar o ayudar al poste, pero más que todo quiero que los compañeros vean que si está reñido, uno no se da por vencido, sigue fuerte. Sigue fuerte. Para mi ser capitán ha sido eso, que me vean, digamos, luchar; si se perdió, se perdió luchando.

Dolor 

En el momento exacto que el tren le rebanó su pie a la altura del tobillo, casi no tuvo dolor físico. Fue algo distinto. Se le cruzaron por la mente cientos de imágenes, decenas de sensaciones, pero entre todas había una que sobresalía: la vergüenza. 

— Cuando me agarró el tren fue un ‘trenzón’ y una angustia. Saber que ya eso ya desapareció. Saber que va  vivir así, que su pierna ya no la van a pegar, que ya perdió eso, que tiene que aprender a vivir sin eso. No sé, no lo podría explicar pero es un dolor del alma porque sabe que va a enfrentar y a vivir mucho rechazo de la sociedad.

Rafael relata su historia con el gesto duro, la sonrisa nerviosa y los ojos claros que no paran de recorrer de un lado al otro el café donde estamos en los suburbios de San Salvador. No busca compasión, lejos está de victimizarse. Si no fuera por las muletas, nadie notaría sus problemas físicos. Las prótesis son simuladoras perfectas. 

En las afueras de Pijijiapan, México, inmerso en un charco de sangre y con el tren alejándose en cámara lenta, se le congeló el tiempo. Le pareció escuchar unas voces y unos caballos. Le pareció oír una sirena de ambulancia, ir a alta velocidad, saltar un túmulo. Le pareció que lo ingresaban en un hospital.

El tiempo se lo aclaró. Unos campesinos lo encontraron desangrándose en las vías y dieron el alerta. Como el hospital local no tenía ni los recursos ni la capacidad ni la voluntad para atender estos casos, lo derivaron a Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas. No tuvo suerte ni siquiera en el día. Era domingo y no había médicos. Cuando lo atendieron, tarde y ya con una pierna infectada, le hicieron 11 intervenciones quirúrgicas.

El parte médico escupió los daños: amputación de ambas piernas a la altura de las rodillas, injertos en un muñón y fracturas múltiples en los dos antebrazos donde se le colocaron tornillos y platino que aún conviven en su cuerpo.

Vida

Nació en la pobreza de Santa Isabel Ishuatán, en Sonsonate. La mamá decidió irse a San Salvador, a la casa de su hermana, con Rafael y siete hermanos. La primera migración lo sorprendió a los 8 años.

A los 12 empezó a vender café y pupusas en una fábrica. Después pasó a una tienda de abarrotes. Aprendió a hacer panes horneados, fue vendedor y busero de la ruta 140, también trabajó con químicos. Se puso de novio y tuvo dos hijos. Hasta que en 2001 tomó la decisión.

“Y con fe inquebrantable el camino

del progreso se afana en seguir 

por llenar su grandioso destino,

conquistarse un feliz porvenir”

En ningún país del mundo debe estar tan instalada la idea del “sueño americano” como en El Salvador. La respuesta viene en múltiples realidades: hay desesperación, hay hambre, hay miedo, hay desesperanzas, todas válidas, todas discutibles. La gran mayoría del país quiere irse, aunque allá, en el norte, es probable que se encuentren con el hambre, con la desesperación, con la desesperanza, con el miedo. Se va el pobre que imagina riquezas, que sueña remesas para los que se quedaron; se va el rico que sueña prestigio académico, que añora volver realizado en Universidades top. Ocho de diez salvadoreños se quieren ir al Norte, informan las encuestas. Hay poca confianza en el país que les tocó nacer, en el que les tocó sufrir, en el que les tocó vivir. Y confianza cero en el futuro de ese país.

— Me fui por lo económico. El pago del sueldo mínimo aquí no alcanza. Y aún hasta ahorita no alcanza. El muchacho con el que iba tenía señora allá y ellos nos iban a recibir en Estados Unidos. Quería juntar dinero para volver y comprar una casa. Nada más teníamos que llegar.

Llegar”. No es un verbo sencillo de cumplir cuando se trata de “la Bestia” el tren de carga en el que recorren México, de sur a norte, los migrantes que a nadie le importan, tal como sintetiza de modo exacto el título del libro del periodista Oscar Martínez. “Allí van los migrantes de tercera, los que no tienen ni para el bus ni para los coyotes, los que tienen una espada en la cabeza permanentemente”, me explica el autor que pide reivindicar a los migrantes y castigar a los gobiernos. Pocos con tanta autoridad como él para hacerlo: viajó en ocho tramos para escribir su libro. Escuchar y leer sus historias deja la certeza que este tren debería ser la evidencia fehaciente de que el diablo existe.
Los migrantes viajan (¿viajan?) en los techos de los vagones con el riesgo permanente de caer. Claro, no es el único peligro de “la Bestia”, mundialmente famosa también por los pandilleros, la ‘migra’, los secuestros extorsivos, los delincuentes que suben a robar, los delincuentes que suben a matar, los maquinistas que suben a extorsionar, los violadores, los narcotraficantez con Zeta. Esperar lo inesperado, aunque esta vez lo inesperado nunca sea feliz. Cuesta imaginar un lugar con más peligros, tan distintos, tan al acecho. Un viaje de meses en el que pocos llegan al destino final, la frontera amurallada que separa a Estados Unidos del “otro”continente. 

— ¿Qué ondas? Nos vamos en micro mejor y vemos cómo hacemos.
— No, vámonos aquí. Así no gastamos.

Todos se aprovechan de los migrantes centroamericanos en México. Todos. Quizás el más suave de esos ejemplos sean los motoristas de las combis en territorio azteca que suelen cobrar doble el pasaje, unos cuatro dólares por cada pequeño tramo. Así le pasó a Rafael y a su amigo, el que lo convenció de viajar a Estados Unidos. La excusa fue ahorrar unos pesos mexicanos y llegar con algo de dinero a ‘Gringolandia’. Tras un soborno a autoridades migratorias que lo demoraron en Tapachulas, la frontera entre México y Guatemala, les quedaban unos 400 dólares cada uno. 
Se subieron al tren; apenas pretendían llegar al D.F. y luego verían como seguirían. La primera noche fue tranquila. 

— Me amarré con una camisa manga larga que llevaba, si te dormís te podes caer. Me amarré así (hace el gesto con los brazos) cruzado con los hierros y ahí dormí un rato. Solo descansar los ojos, prácticamente. Si por cualquier cosa, iba amarrado.

A las nueve de la mañana el tren paró su marcha. Aprovechó para bañarse en un río y repensar su viaje. En un momento pensó en no seguir; cuando escuchó el pitido, descartó de inmediato la idea. Mientras el tren ‘estiraba’, es decir avanzaba y retrocedía en pocos metros, eligió un vagón donde la única chance era ir colgado. Se bajó. Después subió a otro donde había uno “todo manchado” (tatuado) y no le pareció buena opción su compañero de ruta. Se bajó. La tercera fue la vencida. 

— No voy a ir con este loco manchado, cada quien tiene sus problemas. Me fui para otro vagón; cuando el tren agarró envión, veo a mucha gente corriendo y me agarro para subir cuando un chavo salió del monte y pega conmigo en el hombro. Ahí me voy pataleando, perdí el paso, me llevó arrastrado y estaba un árbol de esos de espinas de cactus y cuando vi el árbol me solté. Y cuando me solté sentí que de un solo el tren me jaló para adentro.

Muerte

—Nunca pensé que me iba a morir. Pero me molestaba no morir en ese momento, me molestaba no morir, no sé si me entiende…

Rafael continúa su relato y esta vez elige mirarme fijamente a los ojos. Después contará que es la primera vez que habla del tema en El Salvador, que solo lo hizo con psicólogas en México y que en la Selección de baloncesto nadie profundiza demasiado en lo que les pasa a los demás. No parece, o por lo menos no lo demuestra, conmocionarse con su historia.
Tanto vio que lanza una frase no acorde a estos tiempos.

— Acá en El Salvador no hay maldad, no hay matanzas, o por lo menos no se ve. Yo si vi la maldad en ese tren.

“No desmaya en su innata bravura, 

en cada hombre hay un héroe inmortal

que sabrá mantenerse a la altura

de su antiguo valor proverbial”

— Cuando llegué al hospital y lo vi no tenía vida, estaba prácticamente muerto. No quería vivir, no tenía ganas de vivir.

Morena Guadalupe, su hermana, es la que responde el teléfono desde México. El viaje de Morena, días después del accidente, no fue tan tortuoso como el de su hermano pero si igual de sufrido. En las casi 17 horas que separan en bus San Salvador de Tuxtla Gutiérrez llevaba una sola idea en la cabeza: “Que Rafael viviera”. Ella atendió el llamado que daba parte del estado de Rafael y decidió ir a verlo: “Veía a mi mamá llorar todos los días y no hay dolor más grande que ver llorar a una madre por un hijo”. Hermana y hermano coinciden en que ella salvó la vida de él. Y también cambió por completo la de ella. Morena aún vive en Tuxtla con su hija de 12 años. A los 15 minutos, cambia el giro de la charla y me pide trabajo. “La situación está difícil, si me puede ayudar en algo usted que es periodista”.
El que si volvió a El Salvador fue Rafael. Cuatro años le costó. No lo hizo antes porque le daba vergüenza volver en peores condiciones de las que se había ido. No le da vergüenza, hoy, reconocerlo. 

— Ya era difícil la vida antes y ahora con una discapacidad así, mucho más difícil, una carga para la familia.

En Tuxtla estuvo varios meses en cama y de a poco revivió su espíritu. En algún momento, no quería comer ni tomar nada, para que no tuvieran que llevarlo al baño. Alguien, a quien nunca conoció, se enteró de su historia y le regaló una silla de ruedas. Luego, le llegaron las prótesis. Alguien, de quien ya no recuerda el nombre, lo invitó al equipo Jaguares de Chiapas. Allí nació su gusto por el básquet y empezó a jugar a un deporte que le era poco familiar; siempre había preferido el fútbol. En cierto modo, descubrió una habilidad oculta. También en esa ciudad dejó dos hijas de una relación que no terminó de la mejor manera. Cuenta que tuvo más oportunidades en México que en su país, donde desde el 2006 –cuando retornó- hasta el 2015 no consiguió trabajo y vivió de la pensión. Vendía películas piratas en su colonia y, claro, le metía al básquet, se entrenaba mucho, a veces hasta tres turnos diarios. Parece que juega bastante bien porque también es requerido por el equipo de Jaguares de Chiapas para jugar el nacional de México. Allá viaja una vez cada dos años para reforzar un equipo que ya presume de un título de campeón azteca. 

— Qué fácil es viajar legalmente.

Dice que pensó cuando se subió a un avión y en dos horas estaba en el D.F.
Hace un año es bodeguero –lleva el control de herramientas y materiales- en la Alcaldía de Nuevo Cuscatlán, con más de una falta cuando las prótesis le producen malestares varios en los muñones. Se levanta a las 4:00 am, toma dos buses para llegar al trabajo media hora antes de su hora de ingreso, domina las muletas casi mejor que la pelota de básquet y se lo ve prolijo, alineado, cuidado, perfumado. Su pelo colorado cortado al ras, barba incipiente, ojos grises bien abiertos. Sus pensamientos fueron mutando:

—Si alguien me ve mal, es su problema. Y hasta ahorita soy noble cuando debo de serlo y soy fuerte cuando debo. Como tratas serás tratado, dicen.

El básquetbol fue un escape a la vida. Llegó a la Selección cuando Alberto García y Jorge Ochoa (hoy presidentes de la Asociación del deportes sobre silla de ruedas y del Comité Paralímpico, respectivamente) vieron una nota en El Diario de Hoy que se titulaba “Un salvadoreño amputado desea jugar al baloncesto”. Fue el primer contacto hace 13 años. Cuando arribó al país, ya tenía su lugar en el equipo nacional.
Se entrena dos o tres veces por semana con la selección en la duela 2 del gimnasio Adolfo Pineda, aunque suele llegar tarde por el tráfico y los horarios apretados. Pasa de las prótesis a la silla de rueda en cuestión de segundos, hasta lo hace parecer fácil. También lucha con sus problemas en la pierna izquierda, la que le amputaron en el hospital un día más tarde de lo debido. El dolor se hace difícil de sobrellevar con el calor que produce un efecto extraño en el injerto de piel que lleva en el muñón. Y cuenta que todavía está esperando la renovación de las prótesis que tramitó hace año y medio en el Seguro. De vez en cuando tiene pesadillas y hasta siente que le pica un tobillo (“pensé que eso era un mito pero es real”). El desafío deportivo pasa hoy por competir en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Guatemala en octubre y clasificar para la Copa América, el objetivo del equipo dirigido por Mauricio Iraheta, 11 años menor que Rafael. 

— Por más mal que esté el país y sin apoyos necesarios, pero tenemos eso impregnado del himno nacional. En el básquet se le olvida el estrés a uno, se siente que se lucha por algo como ganar un partido.

La vida se le volvió un boomerang hace un par de meses. Su hija de 21 años, digamos Rosa, tomó la misma decisión que él cuando tenía 20: irse. Rafael intentó detenerla pero no le hizo caso. Decidió pagarle a un coyote y emprender el célebre sueño. Con menos avatares que su padre pudo cruzar la frontera deseada. Migración la detuvo y una fianza le dio la libertad. Hoy le manda fotos por whatsapp desde, supongamos, San Diego.

— “Estados Unidos es la gran cosa”, le dicen a uno. Uno se convence. Pero a la mayoría no le va así. Hace tiempo se me quitaron las ganas de conocer ese país.