Ladraba el perro negro en la oscuridad, mientras jugueteaba entre las bolsas de basura.
En la esquina está el viejo. Sentado. Solo. Mira a un grupo de pibes del quiosco del frente. Hace una mueca. Entre los que se pasan la botella de cerveza se encuentra el Chano. Él no lo puede creer, o si. Ve al Chano y recuerda su juventud. El Chano es un crack jugando al fútbol y dicen que la semana que viene viaja a Buenos Aires para sumarse a un club de Primera. El viejo lo mira, sentado en la esquina, menea la cabeza. Sus ojos son melancólicos, la mano izquierda le tiembla. ¿Dije sólo? No, sólo no; está junto a la botella de vino, esa compañera que tiene desde hace varios (y agotadores) años.
El perro negro encontró un hueso en la basura. Olfatea. Lo deja.
El Chano toma otro trago de cerveza. Ya es la sexta ronda. Al Chano le tiemblan las piernas. El viejo canoso trata de pararse cuando observa que el Chano está a punto de caerse. La borrachera. El viejo canoso de camisa blanca percudida no se puede parar. El Chano se cae. Los ‘amigos’ se ríen. El perro negro ladra con entusiasmo; y desde lejos varios lo acompañan con aullidos. “¡Pelotudo!”, le grita el viejo al Chano. Silencio.
“¡Pelotudo!”, vuelve a gritar, mientras se acerca al Chano. Los ‘amigos’ sorprendidos. El Chano se para, lo mira, se da cuenta quién es y lanza una carcajada. Los ‘amigos’ ahora también se rién, y le pasan al Chano otra vez la birra. El viejo canoso lleva su dedo índice al ojo derecho, una lágrima se le escapa. “Ojalá alguien me lo hubiese dicho”; y se fue caminando, como podía, en medio de la oscura calle del barrio. El perro negro lo acompañó.