Umberto Eco y el fútbol

Este viernes falleció el semiótico italiano Umberto Eco. Acá, dos de sus ideas sobre el fútbol, deporte predilecto a nivel mundial. Disfrute

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Por EDH Deportes

2016-02-19 6:48:00

Umberto Eco, el semiólogo italiano, tiene la gran virtud de llevar los estudios semióticos hacia las cosas del día a día. Por eso se transformó en un estudioso de la cultura popular.

A diferencia de los llamados intelectuales serios, ajenos a la cotidianidad, y quienes huyen a reflexionar en torno a las cosas simples, el autor de En nombre de la rosa, empezó a trabajar sobre los estudios culturales cuando éstos ni siquiera eran concebidos como  una disciplina.

Eco puso la semiótica y las indagaciones comunicacionales al servicio de temas  habituales de la dinámica social contemporánea como el fútbol. Hoy tras su fallecimiento, recordamos su legado en dos notables textos sobre fútbol:

Cómo no hablar…

Yo no tengo nada contra el fútbol. No voy a los estadios por la misma razón por la que no iría a dormir de noche a los subterráneos de la estación Central de Milán (o a pasear por Central Park, en Nueva York, después de la seis de la tarde), pero, si se tercia, me veo un buen partido con interés y gusto en la televisión, porque reconozco y aprecio todos los méritos de este noble juego. Yo no odio el fútbol, yo odio a los apasionados del fútbol.

Pero no quisiera ser mal interpretado. Yo abrigo por los hinchas los mismos sentimientos que un partido ultranacionalista o la Liga Lombarda abrigan por los inmigrantes: “No soy racista, con tal de que se queden en su casa”. Y por su casa entiendo los lugares en donde gustan reunirse durante la semana (bar, familia, club) y los estadios, donde no me interesa lo que sucede, y mucho mejor si llegan los de Liverpool, y luego me divierto leyendo los sucesos, porque si circenses deben ser, que al menos corra la sangre.

No amo al hincha porque tiene una extraña característica: no entiende por qué tú no lo eres, e insiste en hablar contigo como si tú lo fueras. Para entender bien lo que quiero decir, pongo un ejemplo: Yo toco la flauta dulce. Supongamos que me halle en un tren y le diga al señor sentado delante de mí, así, para entablar conversación:

-¿Ha oído el último CD de Frans Brüggen?
-¿Cómo, cómo?
-Me refiero a la Pavane Lachryme. A mí me parece que ataca demasiado lento.
-Perdone, no lo entiendo”.
-Hombre, le estoy hablando de Van Eyck, ¿no? (silabeando) El Blockflöte”.
-Mire usted es que yo… ¿Se toca con arco?
-Ah, ya entiendo, usted no…
-Yo, no.
-Curioso. ¿Pero usted no sabe que para tener una Coolsma hecha a mano hay que esperar tres años? Entonces es mejor una Moeck de ébano. Es la mejor, al menos de las que pueden encontrarse en las tiendas. Me lo ha dicho incluso Rampal… Y oiga, ¿llega usted hasta la quinta variación de Derdre Doen Daphne D’Over?
-La verdad, yo voy a Parma…

Bueno, no sé si he dado la idea. Y estaríais de acuerdo si mi desafortunado compañero de viaje se colgara del timbre de alarma. Pues lo mismo sucede con el hincha. La situación es particularmente difícil con el taxista:

-¿Vio a Vialli?
-No, debe haber venido mientras no estaba.
-Pero esta noche, ¿verá el partido?.
-No, tengo que ocuparme del libro Z de la Metafísica, ¿sabe?, el Estagirita.
-Bien, véalo y ya me contará. Para mí Van Basten puede ser el Maradona de los 90, ¿usted qué cree? Pero yo no perdería de vista a Hagi.

Y así sucesivamente, como hablar con la pared. No es que a él no le importe nada que a mí no me importe nada. Es que no consigue concebir que a alguien no le importe nada. No lo entendería ni siquiera si yo tuviera tres ojos y dos antenas sobre las escamas verdes del occipucio. No tiene noción de la diferencia, variedad e incomparabilidad de los Mundos Posibles.

Aun así, es curioso que criaturas tan adamantinamente convencidas de que todos los hombres son iguales, luego estén dispuestas a abrirle la cabeza al hincha que viene de la provincia limítrofe. Ese chauvinismo ecuménico me arranca rugidos de admiración. Es como si los ultranacionalistas dijeran: “Dejad que los africanos vengan a nosotros, así luego lo zurramos”.

*Extraído del libro Segundo diario mínimo. Editorial Lumen, 2000. El texto fue publicado por primera vez en 1990.

Odio a las hinchas, no al fútbol

Lo había olvidado. No te telefonean sólo para hacerte preguntas como “¿qué piensa de la muerte de Pertini?”. Las llamadas son ahora sobre el Mundial y de dos categorías. Existe el cronista desinformado que no sabe nada de mis opiniones sobre el fútbol y quiere saber lo que pienso sobre el campeonato y el que ha leído varios de mis artículos, sobre todo los de L’Espresso, a través de los cuales me he conquistado una mala fama, y quiere la opinión de un enemigo declarado del fútbol.En el segundo caso se trata de un equívoco. Yo no tengo nada contra el fútbol. No voy a los estadios por la misma razón que no iría a dormir por la noche a los pasos subterráneos de la Estación Central de Milán (o a pasear por Central Park, de Nueva York, pasadas las seis), pero, si se presenta la ocasión, veo un buen partido con interés y placer en la televisión porque aprecio los méritos de este noble deporte. Yo no odio el fútbol. Yo odio a sus fanáticos.

No se entienda mal. Yo guardo hacia los hinchas los mismos sentimientos de la Liga Lombarda hacia los extracomunitarios: “No soy racista, siempre que se queden en su casa”. Por su casa entiendo los sitios en que se reúnen y los estadios y no me preocupa lo que suceda en ellos. Casi prefiero que vengan los de Liverpool, pues, por lo menos, me divertirán las crónicas: si se trata de un circo, que corra la sangre.

No me gusta el hincha porque tiene una extraña característica: no entiende por qué tú no lo eres e insiste en hablar contigo como si lo fueras. Un ejemplo. Yo toco la flauta dulce (cada vez peor, según Luciano Berio, aunque que los grandes maestros me sigan tan atentamente me produce satisfacción). Supongamos que estoy en un tren y le digo al señor de enfrente simplemente por charlar: “¿Ha oído el último compacto de Franz Bruggen?”. “¿Cómo dice?”. “Me refiero a La pavana lachryme; al principio, es un poco lenta”. “Perdone, no entiendo”. “Hablo de Van Eyck, ¿no? [silabeando] el Blockflote”. “Mire, es que yo… ¿se toca con el arco?”. “Ah, ya entiendo, usted no…”. “Yo no…”. “Curioso. ¿Sabe usted que para tener un Cooisma hecho a mano hay que esperar tres años? Para eso es preferible un Mosck de ébano. Es el mejor de los que existen en el mercado. Lo ha dicho incluso Gazzelloni. Oiga, ¿usted llega hasta la quinta variación de Derdre doen Daphne d’over?” “Pues verá, yo voy a Parma…”. “Ah, usted toca en F y no en C. Sí, da más satisfacciones. ¿Sabe que he descubierto una sonata de Loeillet que…”. “¿De Loli… qué?”. “Me gustaría ver lo que hace con las fantasías de Telemann. ¿Usted llega? ¿No empleará por casualidad la digitación alemana?”. “Verá, los alemanes… El BMW será un buen coche, pero…”. “Entendido, entendido. Usa la digitación barroca. Justo. Mire, los de Saint Martin in the Fields…”.

Los mundos posibles

Bien, no sé si me he explicado. Pero seguro que ustedes estarían de acuerdo con que mi desafortunado compañero de viaje se agarrara a la palanca del freno de emergencia. Pues lo mismo sucede con el hincha. La situación es difícil con los taxistas: “¿Ha visto a Vialli?”. “No, debe de haber venido cuando yo estaba fuera”. “Pero esta noche verá el partido, ¿no?”. “No, tengo que trabajar en el libro Zeta de la Metafísica, el Estagirita, ¿sabe?”. “Bueno, véalo y ya me dirá. Para mí, Van Basten puede ser el Maramundo del 90”.

Y venga a darle, como si hablara con un muro. No es que a él no le importe nada que a mí no me importe nada. Es que no puede concebir que a alguien no le importe nada. No lo comprendería ni aunque tuviese tres ojos y dos antenas. No tiene ni siquiera noción de la diversidad, variedad e incomparabilidad de los mundos posibles.

He puesto el ejemplo del taxista, pero habría sido igual si me hubiese referido a las clases hegemónicas. Sucede lo mismo que con la úlcera, que ataca tanto al rico como al pobre. Lo curioso es que criaturas tan convencidas de que todos los hombres son iguales están siempre dispuestas a partirle la cabeza al hincha de la provincia limítrofe. Este chovinismo ecuménico me admira. Es como si los de la Liga dijeran: “Dejad que los africanos vengan a nosotros. Así les podremos zurrar a gusto”.