Todo era fiesta en el estadio Mineirao, de Bello Horizonte. Los hinchas esperaban ansiosos el juego de semifinales del Mundial-2014 entre su selección, Brasil, y Alemania. La mancha amarilla respiraba optimismo a pesar de no poder contar con Neymar en el campo de juego.
Eran impacientes, querían ver ya a la ‘canarinha’ en acción y desplegando buen juego, concretando una victoria que los llevara a disputar el título en su propio país. Sin embargo, nada fue más errado de la realidad…
El duelo empezó y 90 minutos después la felicidad se transformó en tristeza. La jovialidad se convirtió en una soledad desbordante, no solo en el estadio sino en todo Brasil: la selección del ‘jogo bonito’ había perdido, no jugaría la final de su Mundial y lo peor: la derrota dejó una marca que será muy difícil de borrar. Alemania ganó 1-7 y derrotó de la forma más estrepitosa a la ‘verdeamarela’, la superó por completo, la humilló, la vapuleó.
Todo era desconcierto. Parecía una broma de mal gusto, no solo para los brasileños, también para los amantes del fútbol. Era increíble, algo que ni el más optimista de los alemanes ni el más pesimista de los ‘cariocas’ hubiera imaginado. Pero el resultado ya estaba firmado. A los jugadores suramericanos se les vio alejados, como idos, inmersos, intentando negar lo innegable. David Luiz se arrodilló, oró y después, con un llanto del dolor más grande, pidió perdón en televisión internacional.
Aquel martes 8 de julio del 2014 no se borrará. Se grabó en la mente de todo un país que siempre se ha ufanado de tener el mejor fútbol del mundo, pero que no se ha percatado que hace rato perdió su magia y su esencia, que sus jugadores ya no deleitan con un balón en los pies como hace algunos años lo hacían los Ronaldo, Romario, Ronaldinho, Rivaldo, Kaká.