Familia, asado, mate y fútbol. Goyo Bundio era pasión personificada de esos cuatro sustantivos de la vida. Tan gaucho en sus raíces como cuscatleco en sus modos y costumbres. Él era de de aquí y era de allá, aunque debiera contrariar al mismísimo Facundo Cabral. Recordaba con nostalgia a su Argentina, amaba profundamente a su El Salvador. Amable, atento, memorioso al máximo, agudo en sus observaciones, picante. De medias tintas, nada. Y siempre, ineludiblemente, con ganas de hablar de fútbol. Con ganas de cambiar la historia. Con vital entusiasmo por lo hecho y por lo que faltaba por hacer.
Pasaron los años pero no la rabia ni la desazón. Todavía había una llaga en su mente y en su corazón: no haber podido dirigir en el Mundial del 70 al equipo que él había clasificado a un Mundial por primera vez en la historia de El Salvador. “Me la quitaron”, repetía una y otra vez, en cada charla, sobre un suceso que nunca le terminó de cicatrizar.
Cambiar la historia, vaya que la cambió. Quizá por tozudo, quizás por obcecado. El Salvador en un Mundial. Ya no era utopía, era la fantástica realidad. “Nadie me impondrá nada en la Selección”, dijo. Y cumplió. Quizás le faltó flexibilidad; definitivamente no iba con su personalidad. Y su idea sobre los dirigentes se mantuvo a través de los años: “Aquí, al que nunca jugó al fútbol lo ponen de presidente de la Fesfut. Y no sabe si la pelota es redonda o cuadrada”
Lo conocí poco, demasiado poco. Faltaron más horas de charla, más momentos de recuerdos, mas anécdotas por refrescar. No es reproche; lo conocido basta para convencerse de que se trató de un gran jugador, extraordinario técnico, generosa persona. Y que le ponía pasión a cada paso de su vida.