A menudo los aficionados me preguntan, ¿por qué nos cautivaban tanto los futbolistas y entrenadores extranjeros que venían en otras épocas?.
Las respuestas pueden ser variadas, pero en realidad era un deleite verlos jugar y su manifiesta superioridad sobre la mayoría de los jugadores nacionales nos obligaba a rendirles admiración.
No recuerdo extranjeros calentando la banca y al rememorarlos me doy cuenta de la importancia que tuvieron para mis primeros años esos apellidos tan extraños, muy diferentes a los Pérez, López, González y demás acentos hispanos que abundan por acá.
Cracks como Muraco, Dadderio, Cevasco, Viccino, Derensisky, Bolens, Marinaro, Novello, Pericullo, Zumbado, Lizano, Saint Girón, Miralles, Gamboni, Bundio, Villariño, Comitante, llenaron horas importantes de esos años, y se enredaron con la época en que de las cinqueras salía las notas de boleros inmortales como La Barca, El Reloj, Sabor a Mí, en las voces de tríos y cantantes inolvidables como Lucho Gatica, Antonio Prieto, Marco Antonio Muñiz, Roberto Ledezma.
Y aunque mentalmente no podría hacer un recuento de aquellas joyas musicales con la soltura y el desenfado con que lo hace mi buen amigo Mario González, con el fútbol si me atrevo, porque eso es lo mío.
Luego de esa oleada musical vendría otra generación: Carrasco, Sepúlveda, Hermosilla, Tapia, Pareti, Chavaño, Saccone, Baello, Avellaneda, Zózimo, Franky, Filomeno, Pinho, Tupinambá, Zaffanela, Cascante, Quartarone, Marolla, Diz, Crosta, Kellerman, Marín, Puglia, Baezo, Cousani, Ferreira, Lencina, Jaques, Albil, Simoes, Wenderley, Condomí, Fisher, Rojas, Taneses, Rodarte, De Camargo, Fay, Pichioni, Cazalbón, Apodaca, Casadei, Abraham, Coutinho, Jurandir, Ottensen, Barboza, Bolacha, Brizuela, Servín, Stokes, Slocher, Gamboa, Franco, Ríos, Cocherari; apellidos absolutamente sonoros y musicales que se quedaron para siempre en los oídos y en el sentimiento de un joven que como yo soñaba con llegar a la Liga Mayor y que al lograrlo me interesé en granjearme su amistad.
Me parecía un sueño y hasta me sentía irreverente equiparme al lado de muchos de ellos y regatearles méritos en la cancha. Fue la época de Los Beatles y su “All you need is love”, el Leo Dan de “La conocí un domingo y hablamos de pasear…”, y Los Iracundos, que tanto subyugan a dos de mis aliancistas favoritos, el viajero impenitente Fredy Campos y a otro no menos albo Wilfa Lara.
Por entonces Raúl Araña Magaña se nos había escapado a Guatemala, pleno de categoría en el arco, con sabor a blasones aristocráticos y personalidad fuera de lo común, quien se expresaba mejor en la medida en que aumentaban las dificultades y se adornaba de gente el área.
Luego volvería para integrarse y ser uno de los artífices de la Orquesta Alba que formara el sabio chileno Hernán Carrasco. Pues todos aquellos ases daban recitales cada domingo y no es una figura literaria decir que las multitudes llegaban a las canchas para ver como dibujaban las jugadas.
Se ha insistido que aquella época fue la mejor, cuando sentaban sus reales con un fútbol de alto nivel; extranjeros de exquisita calidad técnica y una gran entrega, lo que tampoco podía oscurecer a los grandes valores nacionales que alimentaban su espíritu con el mismo sueño.
Luego y en la parte alta, casi al final del siglo pasado aparecieron otros: Carlos Reyes, Rubén Alonso, Néstor Cataldo, Asdrúbal Padín, Fernando De Moura, Neney De Mello, Adrián La Cruz, Toninho Dos Santos, Eduardo Santana, Ramón Maradiaga, Mauro Nunes, Horacio Lugo, Hugo Neira, Raúl Toro, Biegler, Carlos Seixas, Ned Barboza, Nico Suazo, Juan Carlos Carreño, Pablo Damasco, Yubini Carreño, Luis Enrique Guelmo, Filho, Mario Figueroa, Emiliano Pedrozo, Raúl Esnal, Uruguay Gussoni, Daniel Uberti.
Eso fue dentro del esplendor de José José, Camilo Sexto, El Puma y el gran Roberto Carlos. Con el inicio del presente siglo todo cambio, bajó la calidad y dio paso a jugadores de otro nivel.
Ahora el actual fútbol salvadoreño parece una mancha en su historia, vivimos días tristes y de aquella profusión de valores que antes venían por acá, ni las cenizas quedan. Por desdicha, hasta han coincidido con el insufrible reguetón.