En nuestro fútbol han abundado los locos, llamados así por sus excentricidades y salidas inesperadas, esa actitud de ir contra la corriente y no poder someterse a lo establecido. Desde la época de Luis Loco Regalado y luego su hijo Tony; Ernesto Príncipe Ruano, Raúl Magaña, el tico Adonay Alfaro Salas, Óscar Armando Payés, el argentino Alejandro de la Cruz Bentos, hasta el mismo Jorge Mágico González a quien sus íntimos lo llaman así.
Pero el que rebasó todos las expectativas ha sido Ernesto Loco Amaya, personaje único, matizado por sus propias exageraciones, dignas de una película censurada de los Tres Chiflados. Una combinación entre bufón y provocador nato, que sacaba de quicio a los rivales, sin embargo nunca tuvo problemas con sus compañeros a quienes protegía. Sus hermanos Julio y Luis no le han ido a la zaga, de tal manera que cuando llamaban a su casa y preguntaban por el Loco, su tía Merceditas, quien tomó el relevo como madre al morir prematuramente su cuñada, estaba presta a contestar: ¡cuál de todos!, y ahí incluía a su hermano.
Los Amaya jugaban en el Oratorio de la Escuela Domingo Savio y un día después de los partidos se subieron a la torre Don Rúa a tocar las campanas desaforadamente; el recordado padre Rossi ayudado con un megáfono los reconvino con palabras dulces y tiernas y los hizo bajar, pero después les dio sus buenos jalones de oreja. Neto se graduó de bachiller en el Liceo Salvadoreño y entre sus grandes amigos tuvo a otros destacados deportistas como Joe Siguí, Rolando Chino Hernández, Mumuja Paredes y los hermanos Chepe y Hato Hasbún, este último llegó a jugar en el Juventud Olímpica y el Sonsonate.
En 1963 defendía la zaga central liceísita en los Juegos Estudiantiles, una muralla impenetrable que Conrado Miranda reclutó para la selección juvenil que disputaría el Primer Norceca Juvenil de fútbol realizado en Guatemala en 1964. Se concentraron en el estadio Las Delicias, dormían bajo las gradas en colchonetas y una tarde los federativos les hicieron el ofrecimiento que se las cambiarían; ellos esperaban mullidas camas pero les llevaron 22 tijeras, una sábana y una almohada para cada jugador y su respectiva caja de Plagatox para los zancudos. Sin ser titular en esa campaña en la bella Guatemala, fue determinante para ganar el título, pues cuando el equipo iba ganando Conrado lo mandaba a defender; era como colocar un candado y en todos los partidos llegaba a poner orden.
El Salvador se puso de fiesta con el triunfo de aquellos cipotes y allá en la colonia Mugdan el pasaje de los Amaya fue cerrado para celebrar. Don Julio su padre, orondo por la hazaña de su retoño puso un rótulo a la entrada que decía: ¡Bienvenido Cerrojo!, y con la anuencia y orgullo de los vecinos, lo dejó ahí hasta que el tiempo lo destruyó.
La dirigencia del Alianza estuvo atenta y lo contrató, de manera que cuando Hernán Carrasco llegó al equipo, se encontró con aquellas intemperancias, pero lejos de frenarlo decidió aprovecharlo y Neto pasó a ser un líder que en la casa club y en el vestuario era el motivo de alegría.
Varias veces lo puso a dar charlas y todos se desternillaban de risa ante sus ocurrencias. Pero además con sus primeros sueldos se había comprado un mapache y un mono y los había bautizado como el Chueco Hermosilla y el Monito Cortez y, no estuvo tranquilo hasta que llevó a sus compañeros para que los conocieran y a su manera los bautizaran en medio de un festejo. Fue bicampeón con Alianza y ganó el NORCECA en 1967, en el primer título anotó un gol a Mario Conga Medina del FAS para que el equipo pasara a la ronda final. Luego llegarían las vueltas olímpicas pero quedó de manifiesto que en aquella casa club, la tristeza estaba prohibida por gracia del Loco Amaya, siempre con el último chiste; quien tenía tanto control sobre su organismo que a los cumpleañeros les tocaba las Mañanitas a puras flatulencias.
La casa club quedaba cerca del zoológico nacional y le dio la bienvenida a un pavián, Neto comprometió a medio equipo para que lo fueran a visitar, siempre le llevaba alguna golosina y hasta le hablaba tiernamente. Pero la máxima la hizo en un partido contra el Juventud Olímpica, los hermanos Cabrera, Gustavo y Alcides lo sabían de mecha corta y decidieron provocarlo, Neto acudió a una frase muy salvadoreña: “¡les voy a c… la cara”, pero el asedió siguió. Entonces cuando el árbitro no estaba viendo se metió las manos atrás se las embadurnó y los llenó de porquería.
Nadie podía creer aquella salida.En otra, en un partido contra el Águila fueron a verlo jugar su padre y sus hemanos, quienes no pudieron soportar tanto insulto que le hacían que hasta armaron una samotana, entonces el Loco se salió de la cancha en el intento de participar y al regreso se encontró con la tarjeta roja. Era el año 1969, habían tantos buenos delanteros que a los defensas los abrumaban y a Neto le era muy difícil no pegarles, desde Pipo Rodríguez, Wálter Pearson, Odir Jaques, Raúl Avellaneda, Sergio Méndez, Mon Martínez, Élmer Acevedo, Lolo Milla, Tomás Gamboa, David Stokes, Elenilson Franco, David Cabrera, Helio Rodríguez, Adrián Chacón, Chapulín Pacheco, Maclin Flores, Guillermo Chino Ruiz; por esos días la Selecta libraba la campaña rumbo a México 70 y el Loco encabezó a los aficionados que se apostaron en el Gran Hotel San Salvador en pleno centro para azuzar y no dejar dormir a los hondureños; encima de un barril y con un tambor pasó haciendo ruido durante toda la jornada.
Del Alianza pasó al 11 Municipal que era un equipazo con los argentinos Alberto Chiche Diz, Osvaldo Crosta, los ticos Pecas Lopez, Tarsicio Rodríguez, William Salas y los hondureños Lagos y Ochoa, además de los nacionales Ricardo Eguizabal, Churrío Rivas y Raúl Magaña entre otros. Luego de aquella campaña pasó al Atlante donde se encontró con un grupo de bohemios que no tenían reparos para las adiciones y se enroló con ellos; para entonces su carrera iba en declive. Tambien jugó en el Ascenso con el CEFESA y se dedicó a trabajar y logró pensionarse, pero cada mes le entregaban una cantidad tan exígua que la pasaba mal.
Siendo loco pero muy vivo llamó y buscó mucha veces a su viejo amigo y compañero de estudios, Hato Hasbún para que le ayudara, pero fracasó en el intento, entonces decidió ir a su casa y hablar con doña Margarita, su madre. Santo remedio, la buena señora llamó a su hijo y le recordó que el Diablito, como le ha dicho siempre, estaba necesitado y que se trataba de su gran amigo. Luego de aquella casi reprimenda Hato lo recibió y ahora Ernesto Loco Amaya es un empleado de una institución autónoma, que marca tarjeta diaramente y por su alegría y esa actitud tan solidaria y amistosa goza del cariño y consideración de sus superiores.