Los aficionados salían como en romería de esas pequeñas comunidades que configuraban la geografía del San Salvador de la época: los barrios Lourdes, San Esteban, San Miguelito, Concepción, San Jacinto, El Modelo, El Centro, La Vega, Candelaria, La Esperanza, La Garita, El Calvario; los mesones Alas, La Bolsa, El Quinto Patio, Mesón Elías, Mesón de la Juana Flores, El Renso que fueron alma y cultura genuina de la capital a mediados del siglo pasado. Pero también llegaban de Santa Tecla, Mejicanos, San Marcos, Villa Delgado, Cuscatancingo, Ayutuxtepeque, Soyapango, Ilopango, San Martín, San Antonio Abad.
Cofradías que formaban el semillero de nuestra gente, solidaria y fraternal, carente de desconfianza, llena de un encanto fraternal, no por cuantitativa sino por tantas cualidades afectivas y humanas que derrochaba y que parecen haberse perdido en una vorágine de violencia. Y de todos esos lugares llegaban los panaderos, mecánicos, carpinteros, albañiles, hojalateros, jornaleros, llevando bajo el brazo el hálito criollo del pueblo y todo lo que ello implicaba como los salones, las cantinas, los cafetínes, los billares, los lupanares de alto y bajo postín.
Eran caravanas y convirtieron en ídolos a Tony Jackson, al Águila Migueleña, ZAZ I, al Olímpico, Gran Chema, Kaly Valdez, The Tempest, Jon Guil Don, El Rayo Hondureño, El Campesino, en tanto odiaban al Bucanero, al Apache, al Mongol, Conde Rojo, Genio Maravilla, al Buitre, al Búfalo, al Araña.
Tambien abundaban las aficionadas de diferentes estilos de vida, las niñas que acompañaban a sus padres o abuelos, modositas, de sanas costumbres que se sentaban en el ring side; las que llegaban de los mercados, las empleadas domésticas, y otras de trabajos diferentes y que procedían de la Avenida Independencia, la Calle Célis, los Siete Salones, Los Chorritos y que iban a la galería. Para 1963 y 1964 los sábados por la noche era la fiesta esperada pues el Canal 4 transmitía en vivo la lucha libre con la animación de Miguelito Álvarez y sus apodos tan originales.
No me la perdía por nada del mundo y el día viernes al salir del Instituto Nacional donde estudiaba, me daba una pasada por las cercanías de la Arena Metropolitana para ver las carteleras que despedían un olor a cola, un pegamento que le ponían a la pintura. A pesar que algunos combates parecían preparados, nada empañaba mi ilusión de que se asistía a un verdadero enfrentamiento entre dos fuerzas, era un mundo mágico donde la fantasía se podía hacer realidad entre los técnicos que respetaban reglas y los rudos que estaban para romperlas.
Por esos días mi madre tenía una plaza como maestra de cuarto grado en la Escuela Nocturna República de Chile que estaba ubicada frente de la Arena Metropolitana y me contó que uno de sus alumnos era Santos Luna, quien luchaba como El Mongol que traía por la calle de la amargura al Águila Migueleña y a Tony Jackson.
Me dio miedo y pensaba que si aplazaba el grado podía hacerle daño. Y aunque Santos era bien aplicado comprobó mi teoría de que casi todos los grandotes y fuertes son nobles, lo cual me llevó a la conclusión que hacía muy bien su papel en el ring. Por eso días también llegué hasta las lágrimas porque uno de mis ídolos El Águila Migueleña se había suicidado jugando a la Ruleta Rusa, es probable que debido a esa imagen de tanto poderío que proyectaba sobre las multitudes había llegado a pensar que podía vencer hasta al mismo destino.
En mis ansias juveniles más de alguna vez me las arreglé para asistir a la arena, pero por lo general la veía en aquellos televisores en blanco y negro de los vecinos, entre ellos mi entrañable familia Lechuga Lemus que bulle entre mis mejores recuerdos. Me asombraba por la profusión de máscaras y disfraces que conferían a los luchadores un tono de misterio que les garantizaba el anonimato. La peor tragedia que les podía pasar era perderlas, eso equivalía a la muerte.
Las peleas pues eran verdaderos espectáculos circense donde abundaban toda clase de demostraciones físicas y técnicas como los contorsionismos, equilibrismo, y a mí hasta me parecía que algunos se sostenían en el aire en una especie de levitación, con un histrionismo colmado de gestos de agresividad. A veces los contendientes salían disparados del ring y se perseguían entre el público, haciendo volar las sillas.
Yo me consolaba por no estar en la Arena y el riesgo que hubiera podido correr, en realidad hubiera querido estar ahí, pero la Chana no estaba para esos tafetanes. En otras ocasiones se montaban sobre las sogas como Jon Guil Don y se lanzaban sobre los rivales en caída libre y hasta la emprendían con los pobres árbitros como Tío Tigre Cardoza, Pollo Anaya, Francisco Chico Paco Pancho, Míster Sandy, Tony López hijo, Luis Alonso Merengue Castellanos..
Luego de las veladas y tras haber divertido a las multitudes, los luchadores salían en tropel y se apoderaban de centros nocturnos tan famosos y sórdidos como El Montecasino, La Punta del Este, El Molino Rojo, El Carrillón, El Dorian, Fory Five, La Villa Sisi, El Dominó, El Mocambo, Blue Star, La Bilbaína El Veracruz, este último situado a la entrada de Mejicanos, donde armaban samotanas memorables y hasta se decía que donde un luchador ponía una mano, caía un parroquiano.
Pero también iban a dejar sus exíguos honorarios a lugares de un poquito mayor postín como La Roca, La Roquita, El Sevilla, El Organo Bar Mugstans.
Fueron ídolos de las barriadas, en eso años gloriosos de la lucha libre. Por eso cuando aquel espectáculo dejó de transmitirse por la televisión fue mi gran pena y solamente hallé consuelo dedicándome sin cesar al fútbol.
Con los años muchos de mis viejos héroes de antaño aquellos hombres portentosos, ágiles enmascarados, que admiraba más que a los supehérores porque no tenían poderes sobrenaturales, terminaron sus días de manera precaria, incluso en la indigencia. Siempre sentí gran admiración hacia Cristina Posada, la esposa del caballero uruguayo mi hermano Mario Figueroa quien albergó en su casa a Francisco Burgos, Jon Guil Don, su maestro de taek won do y se encargó de cuidarlo y darle cristiana sepultura, Dios debe bendecirlos.
Por acá no existe previsión social, salón de la fama ni nada que los recuerde. Sin embargo, tienen un lugar en el podio dorado de los mejores recuerdos de mis tempranos años. Fueron héroes y villanos, rudos y técnicos, queridos y odiados. Símbolos de las barriadas, en esos años gloriosos, una historia que ha quedado en el olvido.