Sucedió hace tantos años en la época navideña en lo que fuera nuestra infancia en San Miguel, tan colmada de peripecias y de fútbol.
Al quedar huérfanos de padre, el medio circundante se tornó poco compensador y con mis hermanos Lico y Caly nos aferramos a nuestros mascones para escapar de las angustias cotidianas.
Carecíamos de pelotas y como la Chana no estaba para esos tafetanes, nos las ingeniábamos para fabricarlas de lo que fuera.
Jugábamos a toda hora, en el patio, la calle, el parque, la acera, incluso en el cementerio que estaba tan cerca; dos contra dos, tres contra tres dependiendo del número de jugadores. Era una gran entretención pues debíamos sumar, restar, elaborar tablas de posiciones y salir en desbandada si rompíamos algún vidrio o la pelota iba a dar al jardín de algún vecino.Una tarde tuvimos de espectador a Virgilio Aguirre, pariente cercano quien no establecía límites en su amor hacia los mitológicos del Dragón, pues pregonaba sin ambages, quererlo más que a Margoth su compañera de vida. Si el equipo ganaba se emborrachaba, y si empataba o perdía también.Futbolero a morir Virgilio se entusiasmo con nuestra competencia y a la vez se compadeció por la humilde pelota de trapo con la que jugabámos.
“En unos minutos vuelvo expresó” y salió apurado hacia su casa, que estaba ubicada a la vuelta de la esquina; luego regresó con una pelota de verdad, pero usada, que ya había rendido sus mejores servicios.“Se las prestaré mientras mi patrono me da el aguinaldo y entonces les compraré una nueva. Cuídenla porque esta me la regaló mi compadre, él juega en el Dragón y con ella metió muchos goles.”, expresó. Al inicio tuvimos mucha reverencia hacia aquella reliquia, pero más temprano que tarde la pusimos al servicio de nuestro campeonato.
Ya con una pelota de verdad decidimos aceptar el reto de los muchachos de la calle aledaña con quienes rivalizábamos en todo; además que no ibamos a dejar pasar la oportunidad para presumirla.
Fijamos como fecha para el duelo la tarde del propio 24 de diciembre y como cancha un predio ubicado a la par del puente de Urbina a la salida de San Miguel. Fue un partido muy disputado en el cual nadie daba ventajas, pues se trataba de una cuestión de honor; recuerdo al Caly haciendo quites de escándalo que permitieron que estuvieramos empatados a uno; Lico había conseguido la igualada luego que perdíamos desde los primeros minutos. Ya casi terminaba el mascón cuando le hicieron un penal a Tino, vecino cercano de quien nunca más volvimos a saber.
Luego de deliberar con mis compañeros me dieron la misión de tirarlo; recuerdo la forma en que lo hice, me separé de la pelota como diez metros, corrí desaforadamente y cerré los ojos para pegarle con todas mis fuerzas, pero al abrirlos alcancé a ver como nuestro trofeo se iba al barranco. Todos la buscamos inúltilmente y cuando caía la noche, llegamos a la conclusión que se la había llevado la corriente del Río Grande. ¡Habíamos perdido la pelota más linda que alguna vez hubiéramos tenido! Regresamos frustrados a pesar de haber ganado y llegamos a la casa cuando doña Isabel nuestra santa madre se afanaba en la cocina haciendo sus deliciosos tamales con el fondo musical de las Campanitas de Navidad.
Y ahí estaba Virgilio, bien entonado y con una nueva y reluciente pelota de pitón número cinco. “Esta se las manda el Niño Dios” nos dijo y, luego agregó “pero deben regresarme la otra que para mi significa un tesoro”. En ese momento no tuve más remedio que contarle la historia de mi penal y lo que sucedió a continuación se me quedó grabado en la memoria para siempre, porque inicialmente Virgilio puso cara de sorpresa, luego se encolerizó para después desplomarse en una silla.
Fue entonces que supimos el nombre de su compadre y entendimos su congoja, se llamaba Juan Francisco Barraza y le decía Cariota.