El grito del aficionado

"Atendamos a esta condición terapéutica de las malas palabras (…) integrémoslas al lenguaje, que las vamos a necesitar", Fontanarrosa.

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Hinchas de Costa Rica antes del partido ante Grecia por los octavos de final del Mundial Brasil 2014

/ Foto Por EFE

Por Mauricio Coccolo | Twitter: @mauricoccolo

2014-10-03 8:02:00

Los clásicos son bravos, y en los pueblos es peor porque interviene un condimento que los hace especialmente dramáticos: la gente se conoce demasiado. Todo el mundo sabe todo de todo el mundo. Un dato sobre las miserias ajenas, bien lanzado, con el tono y en el instante preciso, es un dardo que atraviesa cualquier barrera moral para destruir psicológicamente al destinatario. No es lo mismo, por ejemplo, una puteada escupida al aire desde las tribunas de la Bombonera, a cincuenta metros de la cancha, en el medio de un griterío infernal y con las identidades diluidas, donde nadie sabe quién, ni a quién se putea, que un mensaje claro, preciso, directo, apenas carraspeado y con la ayuda de las manos haciendo bocina en la boca para que suene como una propaladora justo en el momento en que las doscientas o trescientas personas que están en la cancha parecieron ponerse de acuerdo para dejar un silencio cómplice.

Además, hay otro aspecto clave: no hace falta explicar la puteada porque todos la entienden y, lógico, adivinan cuál es el destinatario. Lo que no resulta tan fácil de descifrar es el puteador, aunque aquellos que van siempre a la cancha ya tienen el oído avezado, especialmente los jugadores, y según la temática del insulto más o menos pueden advertir de dónde viene. Si la cosa va por el lado económico, cheques rebotados, cuentas en rojo y todo eso, el instigador tiene que ser alguien del banco, en cambio cuando el ataque apunta a cuestiones sentimentales lo más probable es que la información haya salido del bar del club, y así, de acuerdo a los tópicos, se puede aventurar quién es el autor intelectual, que no necesariamente coincide con el material, ya que la modalidad suele ser pasar los datos para que otro los tire porque algunos detalles muy finos pueden dejar en evidencia al portador. 

Ojo, no se debe perder de vista un tema fundamental: las puteadas no son para cualquiera. No señor, no se trata de vociferar a tontas y a locas contra un medio pelo que ni siquiera merece un insulto. Los elegidos, son justamente eso: elegidos. Los buenos puteadores buscan al que más influye en el partido. Fíjense que no digo al mejor, porque hay muchos jugadores que sin ser precisamente virtuosos se adueñan de todo: rivales, compañeros, árbitros, hinchas y resultado con su sola presencia, a esos no queda otra más que putearlos para frenarlos. Ahí está el caso del colorado Ianotti en el último clásico que jugó. 

Resulta que el colorado Ianotti era un central como los de antes, de esos que ya no vienen, una bestia, que en los clásicos se transformaba y casi siempre metía algún gol de la única forma que podía hacerlo: de tiro libre. Tenía un ritual muy especial para pegarle: le ordenaba a un compañero que acomodara la pelota mientras él tomaba unos cuatro pasos de carrera, cuando ya estaba en la distancia justa se inclinaba apoyando las manos sobre las rodillas, agazapado, sacaba el culo para atrás y miraba fijo a la nada, después pispiaba hacia los costados de la barrera como buscando alguna confirmación. Si le gustaba, tomaba aire y largaba la carrera para meter un fierrazo que inexorablemente terminaba en gol; si no le gustaba se erguía, daba media vuelta y dejaba patear a otro. 

Aquel día, como siempre, los que manejaban el dato esperaron pacientemente el momento indicado para soltarlo. Sabían que la mujer del colorado Ianotti lo estaba por dejar para irse con un vendedor de seguros que solía pasar todos los miércoles de recorrida por el pueblo. Y también sabían que algún tiro libre iba a tener. Lo que no se imaginaban fue lo que terminaría pasando. 

El árbitro hizo claros ademanes para que no quedaran dudas: después del tiro libre se terminaba el partido. Había adicionado cinco minutos que justo se cumplían en el momento de la ejecución de la falta y aunque el reglamento lo amparaba si decidía terminarlo ahí, muñequeó la situación porque ya estaba cobrado y hubiese sido un escándalo no dejarlo patear, para eso pitaba antes el final y se ahorraba un problema innecesario. Además, sintió que la brusquedad de la infracción no podía quedar impune. 

Cuando el colorado Ianotti empezó con su habitual ceremonia, los hinchas se miraron y sin que hiciera falta hablarlo advirtieron que ese era el momento. Como un cazador que sigue a su presa a través de la mira telescópica lo fueron midiendo. Primero partió la orden del colorado para que le acomodaran la pelota. No necesitaba palabras, le bastaba con un movimiento del mentón para decir: “Dale”. Después vinieron los cuatro pasos de carrera y luego la típica pose. Hincado, Ianotti entrecerró los ojos y empezó el tenue movimiento pendular de la cabeza para adivinar por qué costado de la barrera era más conveniente patear. Justo cuando una gota de transpiración le nacía desde su descubierto parietal izquierdo, atrás del arco surgió clara y nítida la puteada; el caminito serpenteante del sudor terminó en la comisura de los labios y el colorado no reaccionó hasta sentirle ese gusto amargo tan particular.    

“¡Dónde estará la puta de tu mujer, colorado!”. El insulto le dolió al colorado Ianotti, claro que le dolió, pero no tanto porque intentaran agredirlo por su fracaso matrimonial, sino porque él pensaba que el asunto estaba bastante bien guardado y poca gente en el pueblo manejaba esa información; además, los que sabían, supuso, no serían capaces de atacarlo así, abiertamente, en un momento tan especial. Lo que el colorado no tuvo en cuenta es que en los clásicos vale todo. 

Dudó, Ianotti. No sabía qué hacer. Era la primera vez que le pasaba algo así porque siempre el instinto le mandaba una señal precisa para resolver tajante por sí o por no. Cuando fue enderezando el torso creyó que no debía patear y giró sobre su eje para comenzar la retirada y darle vía libre al compañero. Se sintió un murmullo de alivio entre los que agarrados al tejido atrás del arco creían haber logrado el cometido: Ianotti no patea porque la puteada lo derrumbó. Clásico empatado y cada uno a su casa. Listo. 

El clima enrarecido terminó de explotar cuando se escuchó: “¡Dejame!”. El ruido de los tapones de aluminio que siempre usaba el colorado traccionando sobre la tierra, apenas disimulada por el amarillento pasto del otoño, fueron la música de fondo, el repiquetear de los tambores metiéndole suspenso a la carrera de un toro que parecía encarar por última vez en su vida.

El colorado Ianotti le pegó como siempre, pero como nunca, hundió la punta del botín en el corazón de la pelota que salió recta, sin girar, en un vuelo rasante a media altura. Llevaba tanta fuerza que le movió los pantalones, aún sin tocar la tela, al último hombre de la barrera y sin desviarse pegó en la mitad interna del palo izquierdo, un balinazo. El arquero no tuvo ni tiempo de reaccionar y se dio cuenta de que era gol cuando sintió el ruido de la red sacudida a sus espaldas. 

El colorado Ianotti, como si tuviera todo planeado desde antes, en ningún momento se frenó y fue siguiendo el recorrido de la pelota que terminó justo delante de los que lo habían puteado. Recién ahí pareció volver en sí. No eligió a ninguno en particular porque no sabía con precisión quién había sido el autor del insulto. Les gritó a todos, y al mismo tiempo a cada uno, eso que ya no podía sostener en la garganta porque le quemaba las cuerdas vocales: “Algún día me olvidaré de la puta de mi mujer, pero ustedes de ésta no se olvidan más”.