Recuerdo ese instante. Parecía tan decadente, me sentía afligido,
y ahora no puedo comprender haberme sentido de tal forma. Para mí
es una añeja anécdota. Aunque el desenlace fue tan raro que me
dolió.
Se coronó con lágrimas, sí, fue así; y también con dos vasos
de vino tinto puro. No tengo remordimientos, es por eso que lo
cuento. Aunque no cometí un delito.
Me sentí un infeliz. Muchas veces me sentí así, pero en ese
momento creí que era el tipo más desdichado. Interrogué a los
sentimientos, litigué con mis creencias e imaginé figuras
cadavéricas. Hoy lo recuerdo y me asombro. Tal vez, transgredí mis
emociones y me culpé demasiado. Pero es que estaba enajenado y el
encierro, en mi habitación, con mis demonios delató ese instante,
que fue justamente un instante; pero repugnante para ese entonces.
No es un grato recuerdo. Ahora lo cuento para descargarme y por el
desenlace.
Había dormido gran parte de la tarde. La siesta en los pueblos
es sagrada, pero ese día descarrilé y dormí de más. Me levanté
desorientado, sí como dice mi hermano “más desorientado que perro
en cancha de bochas”. Y salí a caminar sin ni siquiera haberme
lavado la cara. Caminé. Hasta que vi esa imagen. Fue un accidente.
No debí haber estado en ese lugar; pero estaba. Y la vi, la volví
a ver. A ella, a quien había “extraviado” de pequeño. La recuerdo
por sus marcas. Estaba diferente. Yo también estaba distinto.
Todos cambiamos con el paso del tiempo. La vi en la vereda de la
antigua casa del barrio. Apoyada sobre un cantero adornado con
piedritas blancas y negras. El sentimiento que se me cruzó fue
deshonesto, lo admito. Pero era ella; sí, ella. Desgastada por los
años, pero ella al fin.
Me quedé detenido en el tiempo y recordé cuando la acariciaba.
Eran detalles que le gustaban. Me desvivía por ella y ahora la
volvía a ver, estaba ahí. Capturé aquellas antiguas y simpáticas
tardes de sol donde nos sentíamos únicos, por más que hubiera
mucha gente a nuestro alrededor. Todos la deseaban, siempre fue
así. Los dos. Nosotros dos, despreocupados.
Recuerdo que estaba determinado a tomarla con mis manos y fugarme.
Era osado, pero no creo que valeroso. Por ende, me quedé varios
minutos observándola. Ella estaba indiferente, aunque yo creía, y
estaba seguro, que con esa indiferencia me provocaba.
¡Cómo nos divertíamos juntos! Nunca nos aburríamos. Por eso el
recuerdo; y ese instante ingrato cuando decidí tomarme los dos
vasos de vino puro para tratar de olvidarme. Empero, olvidarla no
se puede. Hoy digo que fue un momento en el que dialogué entre
recuerdos de infante y la realidad de adulto.
Reitero que di muchos rodeos, y quise robarla. Otra vez para mí.
Si había sido mía. Yo recordaba esas líneas, esas pequeñas marcas
tan precisas en su figura.
Hasta que llegó él y la abrazó. Fue un impacto. Pero observé que
no era tan expresivo como había sido yo en su momento. No lo vi
convincente. Habrán sido los celos y por eso lo digo. Esa noche me
sentí tan mal. Quería eliminarla de mis recuerdos. Pero, repito,
eso nunca pasará; porque los bellos recuerdos de la infancia no se
olvidan.
Era mi pelota favorita. Y la había perdido en una apuesta con el
José Arizmendi. Ese maldito clásico. Los goles del “Bati” todavía
resuenan en mis oídos, pero no por perder aquel partido 4-3, sino
porque al otro día tuve que desprenderme de mi pelota de fútbol.
Esa es la razón por la que me sentí tan mal aquella noche al
recordar que por ese perverso clásico había perdido mi “fútbol”.
Sí, fue exagerado, excesivo. Hoy lo admito. Pero ese instante en
que casi le robo la pelota de cuero al hijo del José fue muy raro.
Es que el José se mudó de barrio a los dos días de “obtener” mi
pelota. Y se la llevó, y nunca más pude jugar con ella.
Pero fue un instante. Aquel instante que me sentí extraviado
de ideas. No obstante, al otro día de aquella noche desdichada
se jugaba una nueva edición del clásico. Esa mañana me levanté
temprano, decidido y la vida me regaló una nueva oportunidad. El
tren a veces pasa más de una vez. Y lo ví al José Arizmendi, y le
volví a apostar. No podía dar marcha atrás. Claro que aceptó. Era
esa vieja pelota a cambio de una nuevita, linda, de marca, de esas
que usan los profesionales.
Esa tarde la recuerdo con lágrimas, porque Aimar y Ángel me
devolvieron mi vieja y amada pelota de fútbol.