Dicen que cuando aprendí a caminar lo hice con una pelota al lado.
Mis primeros recuerdos son jugando a la pelota. Gritando goles.
Cuando tenía cinco años jugué mi primer torneo con camiseta.
Fue en Almafuerte para un equipo que se llamaba “Los Pitufos”.
Después jugué otro con camiseta celeste y blanca ya en mi Embalse
natal. Pero las calles de tierra y las canchitas de los barrios
fueron mi lugar. Corriendo atrás de una pelota de fútbol. Esa
alegría que provocaba tenerla en los pies, hacer un gol, salir
corriendo a festejar. Soñar con ser futbolista. Admirar a Diego.
Jugar y querer parecernos, aunque era imposible, a él, al héroe
de 1986. Después empezaron los partidos en el club del pueblo, en
Fitz Simon. Siempre llegábamos a semifinales. Eternos terceros.
Atlético de Río Tercero nos ganaba siempre. Esos partidos
memorables…
La satisfacción de ponerte la camiseta, atarse los cordones antes
de entrar a la cancha. Llorar por perder un partido. Festejar por
ganar. Los compañeros. El equipo. Jugar a la pelota hasta que el
sol se escondía. Pegarle al “fulbo” contra la pared, una y otra
vez con al pierna inhábil. Soñar que en el partido de mañana iba a
hacer un jugadón y cuando me saliera el arquero haría una pirueta.
Ensayar los jueguitos una y otra vez. Imaginar un caño o un doble
caño como el que me salió en el barrio La Aguada de Reyes durante
un torneo nocturno. Nunca fui el mejor del equipo, pero me gustaba
estar en equipos con buenos jugadores, pero, por sobre todo, con
amigos. Y desde chico esa pelota me dio amistades. De niño fue
el Juan Nahas, un gran “9” que teníamos en el Canario y después
de adolescentes, en la Escuela del Trabajo de Villa María, fue
mi “hermano” Daniel “Pucho” Gon. Siempre me hice amigo de los
goleadores. Curiosidad.
Jugar
Jugar al fútbol. Jugar. Me pongo a pensar, y hoy, esta tarde
donde me acaban de dar la noticia que me entristece, me consuelo
diciendo que JUGUÉ al fútbol. Jugué, hice amigos, perdí, gané,
reí, lloré, disfruté JUGANDO a la pelota. Ya con estos años
encima, seguí siendo feliz dentro de una cancha de fútbol, incluso
enfermo o lesionado fui a jugar. Y a la larga ese bello capricho
que Dios me regaló me “juega una mala pasada”.
El traumatólogo me indicó la pantalla de la computadora donde
estaba la imagen de mi pie. (Perdón, pero quiero llorar como lo
hice en ese momento). Me mostró la deformación del dedo y me dijo
la peor frase que jamás quise escuchar. “Mire, usted ya no puede
seguir jugando al fútbol, busque otro deporte”. ¿Qué? A aquel
niño hoy venido en “adulto” los ojos se le llenaron de lágrimas,
como en este momento, incrédulo. ¿Cómo? ¿Qué es eso de no jugar
más a la pelota? ¿Buscar otro deporte? El fútbol es el fútbol.
Fue mi escaparate. Fue mi consuelo. Imposible. Tal vez todo eso
dije con mi rostro. Y quizás el médico lo entendió y se apiadó.
“Puede jugar, pero le va a doler. Incluso si no juega le va a
doler. Juegue, pero con cuidado”. Si, dijo JUEGUE. “Más dolor es
saber que no jugaré más a la pelota”, fue el saludo que le di al
especialista mientras guardaba la receta con las inyecciones.