La afición de Argentina está en una nube. La Albiceleste regresa a una final y tiene a la mano su tercer título de campeona del mundo. La alegría de los gauchos en el Arena Sao Paulo fue un temblor de felicidad que seguro se sintió hasta Buenos Aires. La alegría es tan grande, tan intensa y desmedida, que todas las dudas que dejó el equipo de Sabella pasan a segundo grado. Tampoco importa demasiado el poderío que mostró Alemania, su contrincante en la final, el que humilló 7-1 a Brasil en Brasil.
No importa nada. La afición de Argentina sacó las alas y no quiere regresar a la tierra. Solo quiere tomarse Río de Janeiro, ir al Maracaná y que se cumpla lo de aquel cántico: “Volveremos a ser campeones, como en el 86”. Antes Maradona, hoy Messi. Aunque el 10 actual haya sido un fantasma frente al orden holandés. Aunque “la Pulga” apenas probó una vez a marco. Da igual. “A los alemanes les vamos a romper el culo”, gritaban los hinchas gauchos en las afueras del coloso de Itaquera.
Argentina no volvió a ser brillante en lo colectivo, y otra vez la pasó mal ante un equipo que le cerró los espacios. Bosnia, Suiza y Bélgica ya habían mostrado el camino, y Holanda ejecutó el plan, el mismo contra el que chocó Chile: hasta ocho hombres en zona defensiva. Eran tres centrales al fondo, los dos laterales también abajo, y la incorporación de De Jong o Wijnaldum para colaborar. Ocho tipos de anaranjado destruyendo cualquier pelota que intentara conectar el colectivo sudamericano.
Con su rapidísimo contragolpe como arma, Sneijder metía miedo cuando la tomaba, porque arriba había dos lanzas, Van Persie y Robben. Sobre todo Robben. Además, un Kuyt muy incisivo por derecha. Y como Argentina le tenía mucho respeto a esas armas holandesas, tampoco arriesgó de más.
El choque de intenciones terminó ofreciendo un partido trabadísimo, cerrado. Un 0-0 quizá feo para muchos, pero en lo táctico era un concierto.
Porque hubo fiereza en los cortes de pelota, pero también relevos escalonados brillantes, ayudas inteligentes, apoyos medidos. Nadie quería ceder un centímetro de más. Ni “el Jefe” Mascherano por un lado, ni el recuperado De Jong en el otro (recordemos que el holandés venía de una lesión). Los líderes en la batalla de la media.
Sabella se llevó las manos a la cabeza al 27?, cuando Mascherano cayó con síntomas de mareo al piso, tras chocar con Wijnaldum. Era perder al alma del equipo. Un jugador más importante que Messi para este grupo. El público gritó “¡ole ole ole ole, Mascheeee, Mascheeee!”. El 14 se levantó y volvió al campo. El mismo valor mostrarían durante el juego Biglia (le pusieron una protección en su brazo izquierdo) y Zabaleta (jugó con una gasa en la boca).
Hasta entonces, el partido no había tenido una acción clara de gol. Un cabezazo de Garay que se fue arriba y dos salidas de Romero, de puños. Muy poco.
La más clara al inicio del segundo tiempo fue para Higuaín, cuando Lavezzi hizo travesura por derecha y centró, pero “el Pipita” la picó para abajo y no pudo dirigirla al marco de Cillessen. Se tomó el rostro con sus manos. Sí anotó al 75?, en centro de Pérez, pero lo anularon por fuera de juego.
Ya entonces el partido había cambiado. Era Argentina la que llevaba el peso creativo del juego, y Holanda dejaba algunos espacios más. Este guión se intensificó cuando Sabella se la jugó y mandó a Palacio y Agüero por Pérez e Higuaín. “Kun” regresaba tras un desgarre muscular el 25 de junio, ante Nigeria, y no mostró gran cosa.
A pesar del dominio gaucho, Holanda pudo ganar el juego al 90?, cuando Kuyt dio un balón raso para Sneijder en la media y éste para Robben; el rapado le pegó, pero se encontró con la pierna salvadora de Mascherano, que casi se desgarra en la corrida.
La lluvia que cayó sobre el estadio en todo el juego dejó una imagen curiosa al inicio de los tiempos extra. Van Gaal, sentado en su banquillo con toalla en las piernas. Sabella, parado bajo el agua, con el saco mojadísimo. El gaucho mandó a Maxi Rodríguez; el holandés, a Huntelaar. Cambios agotados. No habría Krul para atajar en los penaltis, como pasó ante Costa Rica.
Ninguno arriesgo de más. Apenas un centro de Palacio al que no llegó Agüero al 106?; un globito que quiso hacer Palacio al 115? con la cabeza, pero se la regaló a Cillessen, y un mal tiro de Maxi, al 117?, a centro de Messi. Holanda tuvo la suya al 120?, en un intento de Kuyt que salvó -otra vez – Mascherano.
Y penaltis. Esa instancia que ha marcado la historia de Argentina en los mundiales. En Italia 1990, eliminó por esa vía a Yugoslavia (cuartos, 3-2) y a la Azzurri (semifinal, 4-3), con Goyoechea como arquero milagroso. Siguió la buena racha en Francia 1998, cuando eliminó a Inglaterra en octavos (4-3). Pero el último registro no era positivo: eliminación ante los germanos, por 2-4, en Alemania 2006, aquella tanda recordada por “el papelito” de Lehmann.
Sergio Romero, el del Mónaco, el arquero que recibió el respaldo de Sabella para ser titular a pesar de fuertes críticas de algunos sectores, fue la “reencarnación” del “Goyco”. Primer tiro de Holanda y tapó a Vlaar, zaguero, una elección extraña de Van Gaal para ser el primer pateador.
Después, no falló Messi, tampoco Robben, ni Garay… y otra vez Romero con la capa para tapar el tiro de uno de los líderes de Holanda, nada menos que Sneijder. Ya Argentina se sentía campeona. Cillessen se lo adivinó a Agüero, pero fue gol; Kuyt intentó traer calma con fría definición… y después Maxi Rodríguez, fuerte y al medio, golpe de fe que pegó en las manos del meta del Ajax, pero iba tan cargado de ilusión que igual entró.
Entró y entró Argentina a la final. No es favorita. Lejos, lo es Alemania. Pero a los hinchas gauchos, que ayer planeaban acabarse la cerveza de Sao Paulo y viajar a Río de Janiro, eso no les importa. Les importa que volverán a ser campeones. Como en el 86, dicen.